LA PARADOJA DE VISSER

    

La Doctora Visser llevaba años, sin creer en lo que hacía. Estaba hastiada de su anodina existencia, no encontraba sentido a nada de lo que hacía. 

Continuaba ojeando las noticias mientras, como un autómata, pautaba las órdenes para ayudar a Jana Madric a salir de su trance.

… Jana, a continuación contaré hasta cinco y saldrás de tu trance. Uno, dos, tres, cuatro y cinco. Abre los ojos – dijo – con una solemnidad y credibilidad a prueba de bombas.

Tras aquello, Monique Visser se dedicó, como de costumbre, a divagar sobre la hipnosis. Que si sus efectos liberadores sobre el trauma, que si el proceso de su integración como hecho vital y el absurdo recurso del desarrollo de la capacidad de resiliencia.

Pamplinas pensaba Jana mientras oía, por no escuchar, el soliloquio de Visser.

Al abandonar la consulta Jana seguía notando el mismo desasosiego de siempre, el mismo galopar desbocado de su corazón dentro del pecho. Hacía ya tiempo que había perdido la esperanza de poder cerrar aquella herida que le desangraba el alma. No entendía por qué continuaba asistiendo a aquellas sesiones.

Para despejar la mente decidió dar un pequeño paseo y no coger el tranvía. Las calles del centro de Utrecht no tienen nada que envidiarle a Ámsterdam, se dijo a sí misma, mientras cruzaba el Parkuis Lombok en dirección a su apartamento, tenía el tiempo justo de comer algo y poner rumbo al Hospital.

Cuando llegó a la planta de Neurocirugía ya la esperaba el resto del equipo, se aglutinaba en una sala la mayor parte de los dos turnos, el entrante y el saliente. El briefing de seguimiento de los casos, estaban comentando los casos nuevos de las últimas veinticuatro horas y Jana había estado libre las dos últimas jornadas.

A ver equipo – dijo el supervisor de planta – estamos bajo mínimos, desde dirección nos han pedido que traslademos el cuarenta por ciento del personal al servicio de Urgencias y a la UCI de Medicina Interna, así que las próximas semanas nos vamos a divertir, queriendo ironizar.

Jana, Ulrich y Larissa son los agraciados con el premio de disfrutar de un traje EPI los próximos quince días con todos los gastos pagados.

Señores, ¡al tajo!

Pasaron los días y el número de pacientes en la planta no hacía sino aumentar. Jana, lejos de sentirse cansada, mantenía un ritmo frenético. Parecía que se crecía con la adversidad, era una máquina engrasada y eficiente, estaba a pleno rendimiento.

No había tenido tiempo de acordarse de la última sesión con la Dra. Visser hasta que se tropezó con ella aquella mañana de miércoles. Visser estaba acostada en la cama B de la habitación 5. Jana se quedó petrificada al comprobar el estado de deterioro de la doctora. Parecía que hubiese envejecido veinticinco años y perdido quince kilos en apenas nueve días. 

La lánguida cadencia del respirador hizo recordar a Jana la fragilidad de la vida. Aunque estaba acostumbrada a lidiar con todos aquellas situaciones de vida y muerte, su espíritu siempre se sobrecogía ante la aleatoriedad y la falta de arbitrio que tenía la existencia. 

Jana estaba marcada por el sufrimiento desde la más temprana niñez, había sufrido todo tipo de horrores y humillaciones, y aquel era el motivo que la había impulsado a ser enfermera. En ella, la más profunda y grotesca motivación para desempeñar su profesión no era salvar vidas. Era evitar el sufrimiento innecesario. 

Llevaba años siendo el brazo ejecutor del ángel de los desahuciados. Simplemente ayudaba a las personas a reducir las calamidades propias de la vida, dándoles un último impulso para abandonar esta existencia en el momento en el que sabes que es el fin, pero no tienes el coraje de partir por tus propios medios. En esos momentos en los que te aferras a la vida no con la esperanza a continuar vivo, solo por el miedo a morir. 

Despuntaba el amanecer cuando Jana entró en la habitación de la Dra. Visser. La doctora permanecía intubada, tumbada boca a bajo en medio de un maremágnum de tubos, vías y cables que permanecían conectados, emitiendo pitidos y describiendo gráficas en los monitores. 

Entre Jana y Visser no había sido necesario el intercambio de palabras, ambas, por alguna razón inescrutable, mantenían un acuerdo tácito. 

Jana había preparado el cóctel habitual para estas ocasiones, todo lo necesario para una muerte dulce y plácida, y con parsimonia se lo suministró a la doctora. Después se deslizó debajo de la cama y tomó una de las manos de Visser mientras la miraba fijamente a los ojos. 

Los ojos de la doctora, que en un principio ahondaban en los de Jana mientras mostraban unas pequeñas lágrimas de gratitud, se fueron apagando lentamente. Jana permaneció allí, mirando su rostro, hasta que el último hálito de vida abandonó a la doctora. 

Jana no era un monstruo, tampoco era una alma caritativa. 

Jana era un ángel caído, que se precipitó en el mundo de los mortales para, rompiendo las reglas de lo razonable, ayudar a los desposeídos a abandonar este mundo. Ella creía de manera inquebrantable en lo que hacía. Sabía que sería cuestionada y juzgada por su supuesta carencia de ética profesional, incluso sería acusada de amoral, de ser una abominación. 

La paradoja de Visser:

"Quizá la ausencia de empatía por el sufrimiento del prójimo no sea la mayor de las amoralidades, pues empatizar sin hacer es cómo coser sin hilo". 

                                                                                     ISIDRO M. SOSA RAMOS 

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