NO HAY EROS PARA EL AMOR ANÓNIMO

 


Muy en contra de lo que podamos creer el amor entre los seres humanos es, la mayor parte de las veces, un amor no correspondido. Es más, una inmensidad de amores no correspondidos pasan del todo desapercibidos para alguno de sus protagonistas.

Así era para Jean François Durant. Él era un hombre de orden, su habilidad era mantener a las personas seguras, hacer de los espacios de Museo de Louvre un lugar a salvo de la vileza de los hombres. Un espacio de contemplación para el arte.

Durant no sabía apenas nada de arte, incluso consideraba que no tenía la capacidad de apreciarlo, “tengo un ojo ágil para la seguridad y otro torpe para el arte” solía decir. Sin embargo, como supervisor de seguridad del ala Denon, era capaz de recitar el catálogo completo de obras que estaban expuestas, pero eso era todo, a él lo que le parecía una obra de arte era el extraño atractivo de aquella mujer. La llevaba observando, a través de los monitores de la sala de control desde hace seis días, los mismos que ella llevaba ocupando la esquina que estaba frente a los ventanales que daban a la gran pirámide de cristal.

Desde un primer momento a Durant le había llamado la atención la calmada observación que ella realizaba de la pieza MR 1777. Le encandilaba la manera que ella tenía de recogerse el pelo, con aquel moño ensartado con el lapicero, la sutileza con que se mordía el labio inferior antes de plasmar sus ideas en el block. Sin saber el motivo, estaba prendado por aquella desconocida.

Varias veces se había acercado personalmente hasta la sala con la intención de, a través de algún rudimentario argumento, entablar conversación. No obstante, unas veces su profunda timidez y otras su profundo sentido de la profesionalidad abortaron siempre sus burdos intentos.

            LA EPÍSTOLA DE CANOVA

El sol se mostraba aún tímido, resistiéndose a despuntar en el horizonte. Las escasas nubes, contorneadas por los colores violáceos y anaranjados, mostraban de la manera más natural todas aquellas líneas y formas que él soñaba con plasmar en la roca.

Como de costumbre, Antonio Canova llegó al estudio antes que nadie. Contemplaba el modelo de terracota como si pudiera transformarlo con la mirada. Devastaba y pulía con los ojos las imperfecciones, horadaba con la imaginación las extremidades para dar expresividad y movimiento a las figuras.

Aquella mañana iría a seleccionar personalmente la pieza de mármol en donde plasmaría su particular concepción del amor. Ese amor incapaz de proyectar en la vida mundana, en una mujer de carne y hueso, una fraternidad no nacida para procrear seres vivos. Su pasión solo se podía plasmar en la roca.

Ya en el carruaje, mientras este traqueteaba con las piedras sueltas del camino, su sonido se entremezclaba con el sermón anodinon de Filippo Farssetti que, de manera monótona le hacía balance de los encargos pendientes, los trámites para la adquisición de los bloques de mármol, las desavenencias con alguno de los ayudantes, las exigencias de algún obispo por los retrasos de su busto y demás cotidianidades que no le interesaban en absoluto.

Antonio llevaba en mente solo dos cosas. La crucial y artística, plasmar su amor inquebrantable por la escultura, su ecuánime expresión del amor en el arte. No era otra que encontrar el bloque perfecto para llevar a la roca su última creación, su máxima expresión del amor como mito y leyenda. Su Psique reanimada por el beso del amor o como todo el mundo la conocería en el futuro El Amor de Psique.

La segunda era mucho más íntima, escribir su última carta de amor.

La posibilidad de canalizar su amor hacia una compañera, hacia una mujer con la que compartir la vida, con la que crear una familia. Eso estaba vedado para él, o mejor dicho, sabía con certeza que ambos amores no eran compatibles, sus hábitos artísticos no encajaban en una vida familiar, y hacía ya tiempo que lo había aceptado. Su verdadero amor era el arte y su frustrado e inconcluso amor era el humano. El arte lo absorbía por completo, su vida discurría en su estudio y visitando obras de arte clásico, entrevistándose con eruditos y dejándose instruir por otros artistas. El amor solo tenía cabida en el arte.

Esa aceptación de lo imposible lo empujó a encontrar nuevas vías para plasmar el amor que habitaba en él, y las epístolas eran la canalización de sus sentimientos.

Aquellas cartas no tenían destinatario, o dicho de otra forma, el destinatario era desconocido para él. Eran sus amores ausentes, los amores que no pudieron ser y que no serán. Las palabras, aquellas sentencias amorosas desfilaban en carrusel por su mente.

Seguía sumido en sus pensamientos cuando el carruaje arribó a la cantera. En ese momento, inhibió sus versos al amor, los hizo desaparecer, ya los retomaría en la soledad de su hogar. El dicótomo Antonio podía ser tan apasionado como gélido.

Descendieron del carruaje, el senador Giovanni Falier parecía malhumorado. Hacer esperar a un senador no estaba en el contrato, y Falier llevaba más de media hora de espera. Sin embargo, esos detalles poco le importaban a Antonio, él solo tenía ojos para el mármol en aquel momento.

El maestro cantero, Filippo Andresinni, siguiendo las exhaustivas descripciones del material que le había descrito Antonio, ya había realizado una preselección de los bloques más apropiados. Nadie observaba la blanca roca como él, nadie podía desnudar los bloques para encontrar las siluetas y relieves, solo Antonio podía ver más allá de la superficie rocosa.

Eran momentos de ensimismamiento, casi de trance. Pidió que lo dejaran a solas con los bloques, contrariando aún más a Giovanni Falier.

Aquello era como un viaje narcótico, un tránsito extático en el interior de la roca. Esos momentos eran los únicos en los que Antonio se sentía pleno. En contra de lo que pudieran pensar los demás, terminar la escultura, poder apreciar la expresión final del arte, no tenía ninguna trascendencia para Antonio. Lo realmente sublime era la concepción, el momento en el que el arte que albergaba la roca era concebido. El mineral paría para Antonio la escultura y Antonio era la matrona de la criatura, la ayudaba a aparecer en este mundo. Esa era su colosal entrega de amor. Aflorar lo que está oculto en la roca.

Como todo narcótico, aquellos viajes sublimados al interior del mármol pasaban factura. Era una adicción, una dependencia física y espiritual. Y, como toda adicción generaba, esclavitud y, lo peor, síndrome de abstinencia.

Cuando los hados no daban soporte a su inspiración, en los momentos en los que la concepción del arte se volvía estéril y yerma, Antonio se convertía en un pusilánime, mutaba en una vasta y reseca masa de barro.

Escribir lo salvaba de caer en pozos más profundos de desesperación, sus epístolas a los amores ausentes, a su mujer anhelada, eran el camino de la salvación momentánea, el salvavidas para no naufragar en los mares de sus tormentos.

Aquella visita a la cantera fue del todo decepcionante, improductiva, nada de lo que vio o tocó estaba dotado con la semilla de la creación. Ninguno de aquellos bloques de mármol portaba, al menos para él, las cualidades para ser la madre que albergara su obra.

Atacado por la frustración y siéndole imposible digerir su contrariedad, pidió un caballo y, sin mediar palabra, eludiendo todo el protocolo para con su mecena y mentor, desapareció camino de su estudio.

Al llegar pidió que lo dejaran solo, todos los ayudantes dejaron su quehacer a medias y desaparecieron en medio del brote de colera de Antonio que tiraba herramientas, destruía bocetos y maldecía a sus creaciones.

Al rato, entre resoplidos, tras la cúspide de su ira ya superada, con los sudores destemplados todavía surcando su frente, se dejó caer sobre uno de los butacones y apoyó sus brazos sobre la mesa de trabajo.

Lloraba sin lágrimas su impotencia, le importaba poco no haber hallado el bloque adecuado para su escultura, lo que realmente lo desesperaba era su elegida soledad.

Deslizó su mano por la mesa hasta poder asir unas cuartillas, las trajo hacía si y buscó con la mirada la pluma y tintero.

Con la pluma goteando sobre el papel, respiró profundamente y comenzó a escribir;

“Estimado Amor Ausente,

De alguna forma, en algún lugar, comencé a sentirte distante primero, esquivo después. Finalmente desapareciste silencioso. Sin mediar explicación.

Elegí engañarme, mantener inquebrantable la confianza depositada en ti. Todo fue en vano, a veces creemos más en lo imposible que en lo probable.

Hasta hoy he andado todos los caminos y desandado todo lo caminado. Me encuentro en una tesitura perversa, perseverar en tu adviento mientras agonizan mis esperanzas o renunciar a las albricias de tu encuentro y dejarme arrastrar por las aguas turbias del desaliento.

Todos mis esfuerzos en los últimos tiempos he dedicado en tu hallazgo y confluencia, más la esquiva fortuna me acompaña en tu búsqueda y me impide llegar a tu vera.

Interrogué a los peregrinos por la campiña florentina, inquirí a los marinos en los puertos de Venecia, pregunté en abadías, monasterios y en todas las ciudades.

Nada de ti saben.

Estoy próximo a rendirme, cercano a las puertas del desfallecimiento, distante, como Cervantes de sus molinos, si hubiera quedado él ausente de su Quijote, naufrago de su verbo más allá de los límites de Lepanto.

Así han transcurrido trienios, decenios, creo que Cronos se volvió infinito solo para postergar hasta el desencanto la quimera de llegar junto a ti. Como si me tuviera en inquina, como si quisiera con su desidia sepultarme en vida.

Por enésima, he hecho parada y fonda en este lugar inhóspito y desprotegido donde compartimos nuestras últimas amarguras juntos. Por ende, he querido dejar constancia en estas letras por si las diosas te llevan a albergarte, como yo, de nuevo en estos lares.

Voy a yacer aquí mi última noche antes de mi definitiva partida, una marcha sin retorno, con vista en el horizonte para no volverla atrás, librándome así de mi desesperación, decapitando, con esa infame huida del dolor, todo futuro cercano a ti.

He conocido tu alma en las tinieblas y en los brillos de las estrellas, he compartido tu espíritu combativo en la paz y en la guerra, he bendecido y maldecido mil y una veces tu existencia, he desgarrado mil veces mi alma con tu silencio, he tocado la gloria incontables veces con tus versos.

Aún escucho nuestros pasos, unísonos, acompasados, casi musicales. Aquel trance de taconeos en los adoquines de Roma que tanta algarabía nos produjo, gozo profundo de los hermanos, sin serlo de sangre, más siéndolos de arte.

Si tu manifestación no llegara, próxima y cercana, zozobraría mi pequeño navío del alma, pues sus cuadernas no fueron hechas para estos mares de soledad baldía.

¿Seré cobarde? Me castigo con el interrogante, ¡Soy cobarde! Me sentencio con la exclamación.

Así de vil son los tiempos, que me acompañan en derredor.

Mi montura ya no me obedece, pues no entiende una jerarquía sin líder, pues no acepta trotar sin rumbo.

Hace mucho tiempo ya, en remotas eras arcaicas, alguien perjuro haberte visto en estos lares de Romulus. Dijeron que merodeabas las esquinas, sin tino y sin compás.

Allá fui poseído a tu encuentro, más, solo la esquiva trampa del rumor hallé.

Más no puedo entregarte, de mí no puede manar más esperanza que la perdida, así que con estas letras me despido.

Mañana con el alba saldré con rumbo a ese paradero donde al menos hallarme, un destino de verdad, un destino cierto que ofrezca un páramo figurativo, vasto, donde quepa mi pasión.

Hasta nunca jamás, inescrutable Amor Ausente”.

Terminando aquellas líneas, notó los últimos reflejos del atardecer en las cristaleras y, esperando a que la tinta terminara de cuajar sobre el papel, sintió el desasosiego abandonándolo con ligereza. Aquellas letras disponían del poder de la adormidera, desmadejando los cuerpos de los sufridos, y en su caso, liberando su espíritu de pesadumbres.

Presto, volvió a los establos, con antorchas y lámparas de aceite en las alforjas se encaminó una vez más a la cantera. Solo, en la quietud de la noche, sin los ojos inquisitivos sobre sus hombros, intimaría con la roca. Aquel crepúsculo materializó el diálogo pétreo que solo los elegidos pueden tener.

Así, Eros surgió de la roca marmórea, desplegando sus alas, y con sus labios imprimió sobre Psique el rescate, la liberación de la mente. Antonio se desposeía de las cadenas del amor carnal y se hacía uno con los placeres divinos, culminando el sueño satírico de Apuleyo. Ejecutando su propia metamorfosis.

            LA MARMOLIDAD DE CLARENCE

Una voz mecanizada repitió por tercera ocasión;

Estimados visitantes,

En quince minutos procederemos al cierre de nuestras instalaciones. Por favor, sigan las instrucciones de nuestro personal de seguridad y desalojen con orden las galerías.

Agradecemos mucho su visita y les invitamos a regresar a este su museo”.

Clarence Rudbein, con su espalda recostada sobre la pared de la Galería Michelangelo, seguía con las pupilas clavadas en la escultura y tomaba con afán sus postreras notas mientras uno de los guardas se aproximaba hasta ella. Justo antes de que el guardia llegara a mediar palabra, escribió su última nota;

Antonio Canova, plasma en su obra, con claridad alegórica las disputas e intrigas en las que, desde hace eones, se devanean el amor y la razón. Nos invita a reflexionar sobre el precio de la cordura y las cadenas de la razón. Su sufrida incapacidad hacia el amor terrenal genera la energía que lo impulsa a crear, con realismo alegórico, su magistral obra”.

Le fascinaba no solo la obra de Antonio Canova, se decía a sí misma que le hubiese encantado ser contemporánea de aquel hombre tan fascinante, lo hubiese dado todo por poder estar junto a él. Compartir juntos su pasión por la escultura y por la vida.

Durant se disponía a abordar a Clarence, con el pretexto de invitarla a salir de la galería Michelangelo y dirigirse a la salida del ala Denon. Aquella era la ocasión que tanto había esperado y a la que tanto se había resistido, estaba dispuesto a dejar de lado su intachable actitud profesional con tal de saber si existía la más mínima posibilidad de establecer algún nexo con aquella mujer.

En el momento en que se encontraba solo a dos pasos de Clarence, alguien lo interpeló, una anciana se había tropezado en el último escalón de las escaleras por las que ascendían en tropel las personas que permanecían en la sala sótano. Acudió a auxiliar a la abuela, cuando quiso mirar de nuevo, Clarence había desaparecido entre la multitud de visitantes.

Así es la naturaleza del amor anónimo, cada cual vive y sueña su amor imposible.

Mientras el caprichoso destino, atemporal, falto de emotividad y sin entender un ápice de romances, juega con el devenir de los acontecimientos y con los sentimientos de los mortales.

                                                                                        ISIDRO M. SOSA RAMOS

Comentarios

  1. Amigo, cada relato tuyo me sorprende!

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  2. Esa es mi intención, sorprender, incitar interpretaciones, hacer reflexionar... Muchas gracias por seguirme.

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