ÉXODO A LA FERTILIDAD


Despertó con la humedad del suelo metida en los huesos, eran ya varios días notando dificultad para respirar. La presión, qué nacía desde algún lugar en el fondo de su caja torácica, se expandía entre sus escápulas, comprimiendo, de a poco, sus pulmones. No, no era un buen momento para dejarse morir, aunque intuía que él sería el siguiente.

Comprobó que Myriam, Lucie y los niños aún dormían, para a continuación, deslizar sus vidriosos ojos en la leve cortina de lluvia que no había cesado de caer ni un instante en las últimas jornadas. Desde la tarde anterior no tenían noticias de Sheila y Marlon, sus ausencias cada vez se alargaban más y eso no era buena señal.

Seguía cavilando sobre sus decisiones, quizá abandonar la compañía de las otras familias no había sido del todo acertada, pero su instinto le decía que mantenerse juntos, en grupos numerosos, era solo el fruto del desconcierto y del miedo inherente a la soledad.

Su mente se trasladó a los días previos al cataclismo en el que vivían. Todo había comenzado con lo que los especialistas denominaron, la eclosión de la infertilidad. Lo que sucedió fue que la naturaleza, llana y simplemente, abortó su capacidad reproductiva. Plantas, animales e inclusos las personas dejaron de reproducirse. Todo se convirtió, de un día para otro, en un mundo estéril.

Más allá del sensacionalismo de las noticias y las críticas a los gobiernos al no haber un impacto inmediato, y dada la infinitud de la estupidez humana, nadie lo tomó muy en serio. Pero con la llegada de la primavera, cuando el siguiente ciclo de reproducción y germinación de los cultivos no llegó, el pánico se apoderó de los mortales.

Empezó a correr el rumor de que en los trópicos había esperanzas, que allí todavía era posible la vida, pero la alteración del campo magnético terrestre había anulado todas las comunicaciones. Era imposible saber que era cierto y que era mera palabrería.

Habían transcurrido más de cinco meses desde que decidieron abandonar la ciudad. Primero las restricciones y después el racionamiento de combustible y alimentos habían desembocado en una escalada de caos. Las autoridades se vieron desbordadas, poco a poco fueron perdiendo el control en las calles. Optaron por trasladar los recursos a zonas perimetradas por un gran dispositivo de seguridad, lejos del pillaje que crecía en la descontrolada y anárquica ciudad.

Con los recursos, fueron también trasladadas las familias de políticos y gente importante, es decir, todos los que disponían de contactos o del dinero para sufragar su salvoconducto. También fueron bien recibidos aquellos que eran fundamentales para garantizar la seguridad de estos grupos de auto-elegidos. Así la urbe habitable se convirtió en un gueto de elegidos, una zona para-militarizada, aislada de las masas que campaban entre la desesperación y el descontrol por el resto de la ciudad.

En el caos del orbe, la mayoría de las familias se organizaron para crear su propia seguridad constituyendo clanes. Bien familias extensas que se habían reunido para habitar una sola vivienda o grupos de vecinos bien avenidos que confiaban unos en otros. Pero al cabo del tiempo la situación se tornó insostenible, grupos de desalmados comenzaron a actuar de manera organizada. Estos grupos constituyeron alianzas y en pocas semanas la seguridad y la supervivencia pasaba por la sumisión a este nuevo orden, someterse al yugo del miedo y el chantaje para mantenerse con vida.

Al desorden y la falta de recursos se unió un tercer factor, comenzaron a desaparecer personas, sin dejar rastro alguno. Primero los ancianos, luego personas psicológicamente inestables, posteriormente personas dependientes. Y cuando todos esos grupos estaban ya diezmados, comenzaron a desaparecer los niños. Lo más llamativo era que las desapariciones afectaban a todos por igual, desde la familia del capo hasta la del más sometido e improductivo era susceptible de una desaparición. Nadie tenía explicación alguna y todos permanecían temerosos y susceptibles de los demás.

La confianza entre las personas continuó disminuyendo, hasta el punto de que todo se ceñía a abuelos, padres e hijos. Nadie confiaba más allá de los lazos de sangre, era como si se fuera extendiendo una infección de instinto de sangre. Si no existía vinculo consanguíneo o de familia, nadie confiaba en nadie.

Los grupos fueron disminuyendo paulatinamente el número de miembros, a la vez que las desapariciones aumentaban.

Fuera de las zonas de seguridad, donde se suponía que reinaba el orden marcial, todo pasaba por la protección de y para la familia.

Entonces comenzó el éxodo. Las familias tomaron lo que podían llevar con ellas, pues el combustible prácticamente se había agotado y los escasos animales que en el pasado hubo en las metrópolis, fueron utilizados hace ya tiempo como alimento. De esa manera, carros y trineos tirados por bicicletas, perros o por personas se convirtieron en el trasporte más común.

Lo más intrigante de toda aquella situación era dos aspectos muy singulares. Las desapariciones afectaban más a varones que a hembras, por cada cinco hombres desaparecidos solo se contaban dos mujeres. Por otro lado, a medida que los grupos quedaban reducidos a tres generaciones de la misma familia, las desapariciones cesaban. De aquella manera, y por mera conservación, los grupos se conformaron con los pocos abuelos supervivientes, algunos padres e hijos varones y una mayoría de mujeres.

Así desde que su anciano padre falleciera seis semanas atrás, Samuel era el único hombre adulto que quedaba en su grupo.

Aún contemplaba la cortina de agua, acuclillado en la entrada de la pequeña gruta que ocupaban, cuando escuchó unos pasos aproximándose entre la maleza. Vio aparecer el chubasquero amarillo de Virginia entre los árboles, ella era la encargada de hacer la última guardia de la noche.

Buenos días, Samuel. Todo tranquilo.

Buenos días, Virginia. Voy a acercarme al arroyo para traer agua, ¿sabes algo de Sheila y Marlon?.

No, nada. Seguro que aparecen en cualquier momento. Por cierto, no tienes buen aspecto. ¿Te encuentras bien?.

Tengo el aspecto que puedo. Despierta a Myriam y a Lucie. Que Lucie haga su ronda y Myriam se encargue de los niños. Dile a Tomás qué tras desayunar, su tarea es encontrar leña seca, yo vuelvo en veinte minutos.

De acuerdo, pero deberías descansar un poco más.

Samuel se incorporó. Por unos instantes le dedicó una mirada de resignación a Virginia, pero no dijo nada. Recogió las dos garrafas vacías y se encaminó al arroyo.

Ya escuchaba a lo lejos el torrente de agua, cuando un sonido lo dejó paralizado. Un zumbido que hacía mucho que nadie oía, llegó a pensar que aquello era solo un delirio. Sin embargo, al dirigir la vista en la dirección desde la que provenía, supo que era una percepción real.

Entre varios troncos caídos se acumulaban diferentes plantas, pero lo realmente increíble era que tenían pequeñas flores amarillas. No ocuparían más de dos metros cuadrados, agazapadas entre los espacios libres de los troncos y moviéndose con la brisa, y saltando entre sus flores, media docena de abejas.

Samuel no supo qué hacer, aquello era el acontecimiento más trascendente que había vivido en los últimos años, y sobre todo, significaba que no todo estaba perdido. Debía volver e informar al grupo o debía averiguar donde se encontraba la colmena. Decidió seguir a las abejas, pero a los pocos minutos les perdió la pista. Excitado y a la vez frustrado, se apresuró a regresar al campamento.

Al llegar a la gruta encontró a todo el grupo apelotonado en el fondo, acuclillado en torno a uno de los camastros, esa visión le heló la sangre. Al sentirlo, Myriam levantó la vista hacia él y con los ojos ahogados en lágrimas negó con la cabeza. Se acercó lentamente hasta donde se aglutinaba el grupo y se arrodilló ante el cuerpo inerte de Tomás. Lo tomó entre sus brazos y permaneció allí aferrado al cuerpo de su hijo, sin decir nada, sin llorar.

Esa tarde, tras construir un túmulo de grandes piedras para depositar el cuerpo sin vida de Tomás, lo que quedaba de la familia se sentó en la entrada de la gruta alrededor de una hoguera.

Ya solo quedaban cuatro adultos: Virginia, Lucie, Myriam y Samuel. El resto del grupo lo conformaban Ingrid, la hija adolescente de Lucie y los tres hijos pequeños de Samuel y Myriam: Anna, Claudia y Saúl. Desde que dejaron la ciudad habían perdido sucesivamente a Guillermo, Luisa, Ricardo, Mateo, y ahora a Tomás.

El atardecer tocaba a su fin cuando aparecieron Sheila y Marlon, traían consigo una codorniz y una víbora común. Aquellos perros, ellos no lo llegarían a comprender nunca, hacían de sus instintos cazadores un salvavidas para la familia. Aunque el fruto de su trabajo aquella tarde sabía un poco más amargo que de costumbre, suponía un brote de esperanza para aquellos momentos de carestía.

Esta mañana cuando bajé al arroyo encontré retama florecida – hizo una pequeña pausa – y un pequeño grupo de abejas. Venía de regreso para avisaros cuando os encontré con Tomás. Mañana deberíamos acercarnos de nuevo hasta allí para averiguar donde tienen la colmena – dijo Samuel –.

Lucie le mantiene una mirada interrogante, mientras pregunta; ¿Cambia eso nuestros planes?.

No lo sé, sigo creyendo que lo mejor es llegar a la costa y buscar alguna embarcación para dirigirnos más al sur. Evidentemente, el hecho de que las abejas y las flores no se hayan extinguido completamente supone un vuelco a toda nuestra realidad. Si ellas mantienen su capacidad de polinización nos dan la posibilidad de poder recolectar, y con tiempo y suerte poder cultivar en el futuro.

Si existen abejas en el norte, también las habrá más al sur, ¿no? – dice Myriam –.

Parece lógico, pero eso no lo sabemos con certeza – Replica Samuel –.

Tenemos que decidir que queremos hacer, encontrar algún otro grupo en el que poder confiar es fundamental, no podemos esperar a perecer todos y arriesgarnos a dejar solos a los niños. Por esa razón, creo que dirigirnos al sur es más seguro, recuerda lo que nos contaron antes de salir de la ciudad.

Lo sé, Samuel. Pero no tenemos ninguna garantía de que en el sur las cosas vayan mejor. Yo creo que deberíamos averiguar la fertilidad de este bosque, si has encontrado flores y abejas quizá aquí la desolación no arrasó con todo o, tal vez, existe la posibilidad de un nuevo comienzo. De existir al menos la opción de recolectar, podríamos permanecer aquí unos días, tal vez unas semanas – dijo Lucie –.

Mientras Lucie, Virginia, Myriam y Samuel seguían sumidos en el debate, Ingrid se incorporó. Su silueta se recortaba con las sombras que las llamas proyectaban sobre su figura. Los adultos aún no se habían percatado de su movimiento cuando dijo;

Estoy completamente segura de que existe la posibilidad de un nuevo comienzo. Sé que la naturaleza nos está dando otra oportunidad, el hecho de que Samuel encontrara las flores y las abejas es solo un signo más. Aún existe la fertilidad en el mundo.

Los adultos interrumpieron sus cavilaciones con las palabras de aquella muchacha, ninguno de ellos tenía la menor idea de a que se refería.

¿Qué quieres decir Ingrid?, ¿Qué sabes que nosotros no sepamos? – preguntó Lucie –.

Ingrid dudó por unos instantes, como si lo que se dispusiera a revelar fuera más un pecado que una buena nueva. El chisporroteo del fuego se reflejaba en sus pupilas, dejando entrever la vitalidad que la habitaba. Puso sus manos sobre su vientre, mientras decía;

Estoy embarazada.

                                                                                         ISIDRO M. SOSA RAMOS

Comentarios

  1. Me gusto mucho,aunque no soy muy entusiasta de la ciencia ficción,consiguió engancharme!!👏👏👏!!

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  2. Muchas gracias por tu comentario. Agradecido!

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