EL BANCO DE LA MAR INFINITA
Fueron exactamente veintidós días. Un periodo de tiempo en el que se materializó una experiencia que modificó por completo mi percepción del contacto humano y, gracias a la cual, se me revelaría la sublime relatividad del tiempo.
Descubrí dos
cosas que considero ahora fundamentales. La primera, un vínculo inquebrantable
entre dos personas puede surgir del silencio, de la nada, de la mera presencia.
La segunda, en algunos acontecimientos la eternidad puede ser un instante y en
otros un simple hálito puede ser infinitud.
Estas
afirmaciones pueden resultarle obvias e incluso redundantes, pero antes de
juzgarlas permítame que le narre la historia.
Por aquellos
tiempos yo era una estudiante más de psicología, en absoluto era brillante y
mucho menos tenía un vínculo vocacional con la disciplina. Simplemente tenía
que estudiar algo y mi expediente académico no dio para más en las pruebas de
acceso a la Universidad, así que, comencé mis estudios universitarios sin mucho
afán. Sacando las asignaturas que me generaban algún interés y posponiendo el
resto de las materias para no sé cuándo, pero para más adelante.
Yo
entraba en la biblioteca como de costumbre, después de tomar mi café matutino
en el sitio de siempre. Sí, acierta, por aquel entonces yo era una mujer de
hábitos fijos.
Cruzando el
umbral de la biblioteca, como siempre, eche un vistazo al tablón de anuncios.
No con curiosidad, por simple hábito. Sí, uno más.
En un folio
colocado del través y escrito a mano, un anuncio ocupaba la esquina superior
izquierda de un tablón plagado de ofertas y demandas de lo más variopintas.
Libros, compañeras de piso, coches, ordenadores, mobiliario de apartamento,
intercambios, clases, actividades. Todas esas cosas que aparecen en los
tablones de una biblioteca universitaria. Sin embargo, aquel anuncio era distinto, aún no sé el porqué de
haberle puesto atención. Hoy a ese tipo de circunstancias yo lo llamo
causalidad.
El texto del
anuncio decía;
“Se busca persona para acompañarme durante diez minutos al día, entre las doce y las doce y diez del mediodía en el banco del mar infinito, en la Avenida de los Poetas. Condiciones indispensables: No hablar. Tomarme la mano izquierda durante los diez minutos.”
Retiré las chinchetas y tomé el anuncio, me encaminé al mostrador y le pregunté a la bibliotecaria si disponía de más información.
¡Ahhh! Ese anuncio. Lo colocó un jubilado que solía venir con mucha frecuencia hace un par de años. Por lo que yo sé, era relojero y cuando se jubiló decidió estudiar filosofía. Durante casi cuatro años venía prácticamente a diario. Muy reservado y poco hablador, lo necesario para las consultas y los préstamos. Ahora bien, muy educado. Hace como dos semanas, después de mucho tiempo, apareció por aquí y me preguntó si podía colocarlo en el tablón. Para serte sincera no había reparado en el anuncio.
Conozco la Avenida de Los Poetas, pero nunca había oído hablar del “banco del mar infinito” ¿sabría decirme dónde está?
Sí, claro. Está en lo alto del acantilado que hay al final de Playa Chica.
Me despedí preguntándome a qué
había venido todo aquello, yo no tenía ninguna intención de prestarme a aquel
experimento o lo que fuese. Sin embargo, durante toda esa jornada no me pudo
quitar aquello de la cabeza. Tanto fue así que decidí ir a husmear al día
siguiente.
A la mañana siguiente a las doce menos diez, yo estaba encaramada en los alrededores del banco, de tal forma que podía observar sin ser vista. El relojero apareció puntualmente, con parsimonia se sentó sin mirar ni a los lados. Con movimientos leves colocó sus manos sobre los muslos y puso su mirada en el mar infinito. Así transcurrieron los diez minutos. Al finalizar, y con la misma quedada calma, se incorporó y lentamente descendió por la avenida.
Por alguna extraña razón aquella escena me conmovió, hizo que algo se activara dentro de mí.
Las
dos jornadas siguientes, aunque intenté reiteradamente quitarme la idea de la
cabeza, regresé a la Avenida de Los Poetas a observar que sucedía en el banco
del mar infinito.
El quinto día aparecí con la decidida intención de sentarme, junto a él. Desconocía las motivaciones que me empujaban a tal iniciativa, pero pensé que en ciertas ocasiones es mejor no resistirse.
Creo que mi nerviosismo era patente, pues todos mis movimientos fueron bastante torpes, mi respiración acelerada y mi rigidez terminaron por delatarme, o al menos así lo viví yo. Pero al final lo conseguí, estaba sentada junto al relojero. Nuestros hombros casi se tocaban, pero él no me miró al sentarme junto a él, mantenía la mirada fija en algún punto más allá del mar infinito.
Arrastrada por mi nerviosismo solo pude colocar mi mano, de una manera bastante torpe y algo fría, sobre la suya, sin llegar a tomársela. Yo me debatía entre pensamientos recurrentes de arrepentimiento y autoreproches sin poder prestar la más mínima atención al tacto. Ni la calidez del dorso de su mano, ni la textura de su piel, ni su pulso. Todos esos detalles pasaban del todo desapercibidos para mí. Sin darme cuenta los diez minutos pasaron en un instante, yo me di cuenta cuando el relojero con mucha delicadeza retiró su mano. De nuevo, reaccione torpe y bruscamente, retirando mi mano cuando note el movimiento.
Al
incorporarse me mostró una leve sonrisa acompañada de un movimiento de sus
parpados, cerrándose suavemente a modo de agradecimiento. Desapareció con su
cadencia tranquila por la avenida, mientras yo seguía enfrascada en un
torbellino de pensamientos sin sentido.
Me propuse mejorar la versión de mí misma para
el día siguiente. Pasee antes de llegar al banco del mar infinito, respire
profundamente mientras andaba e intenté convencerme de que no tenía de que
preocuparme. A las doce en punto llegué a nuestra cita, el relojero ya estaba
allí sentado. Como los días anteriores, sus manos sobre los muslos y su mirada
en el mar infinito.
Nuestra
segunda cita fue de algún modo catártica para mí. Pude navegar en las
sensaciones del tacto, dejarme llevar por las sensaciones. Imité al relojero y
permití que mi mirada se adentrara más allá del mar infinito. Era como si se
hubiese abierto un canal de comunicación a través del tacto. Una energía, o
acaso, una halo de calma nos acompañaba.
Los
siguientes dieciséis días repetimos nuestro encuentro y nuestro ritual,
profundizando en la presencia y el tacto del otro. Por momentos parecía que no
había dos manos, solo una.
Cada
encuentro incrementaba la sensación de profunda paz, de quietud. Aquellos diez
minutos eran cuasi extáticos. Nunca intercambiamos ni una sola palabra, y solo
nos mirábamos a los ojos cuando él se incorporaba para marcharse, replicando su
sonrisa leve y entornando los parpados. Así durante dieciséis días.
El
vigésimo segundo día, el relojero no apareció. Su ausencia me quebró de alguna
forma, era como afrontar una pérdida de un ser querido. Congoja y tristeza se
apoderaron extrañamente de mí y lloré desconsoladamente, sin motivo aparente.
Durante largo rato permanecí allí sentada, con la mirada perdida en el mar
infinito, sin comprender qué diablos sucedía. Sin entender tal afectación por
algo que no debería trascender.
Los siguientes días regresé al banco del mar infinito, siete infructuosas visitas. El relojero no pareció más y mi desazón lejos de desaparecer se incrementaba día tras día.
Yo no lo sabía, pero los últimos cuatro días alguien me había estado observando. La séptima mañana de soledad en el banco del mar infinito, mientras yo terminaba a solas nuestro ritual de los diez minutos, la persona que me había estado observando las últimas jornadas se acercó hasta mí, justo cuando yo me disponía a levantarme.
Buenos días, señorita. Disculpe que la importune. Me llamo Alfredo del Castillo, soy el abogado y albacea testamentario de Don Gilberto Gómez de Abrante. Por expresa petición de mi cliente he comprobado que los últimos días acudía a la cita que tenían, y tras ello, procedo a hacerle entrega de la carta que me pidió le hiciera llegar. Le deseo un bonito día.
No
pude ni contestar, tomé la carta en mis manos y levanté los ojos hacia el mar
infinito. Lloré por dentro, sin derramar lágrimas.
Cuando
conseguí calmarme abrí la carta, una nota escrita de puño y letra con una
caligrafía exquisita.
Querida
compañera del banco del mar infinito,
He
de agradecerte profundamente tu tiempo y tu tacto, ha significado mucho para mí
que aparecieras y me apoyaras. Con tu presencia me has dado el valor para
cerrar esta última etapa, pudiéndome despedir de este mundo y de los vivos.
Contigo
a mi lado, cogiendo de mi mano, he podido ir más allá del mar infinito. He
encontrado la forma para cerrar mi herida y con ello poder reunirme finalmente
con mi amada Lucrecia.
Han sido cuatro largos años de soledad y tristeza llorando su perdida en soledad, sin poderme perdonar seguir vivo sin mi esposa. Ahora tengo el valor necesario y la paz para dejarme llevar.
Te estaré eternamente agradecido.
Tu
compañero del banco del mar infinito
En
su mano dejo ahora la valoración de los hechos, pero como ya le dije al
principio;
Un vínculo inquebrantable entre dos personas puede surgir
del silencio, de la nada, de la mera presencia. Por otro lado, en algunos
acontecimientos, la eternidad puede ser un instante y, en otros, un simple
hálito puede ser infinitud.
ISIDRO MANUEL SOSA RAMOS
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