LA CASCADA DE CALDERÓN
Seguía conmocionado, la cabeza le martilleaba con un dolor sordo y
pulsátil, sentía una densa sensación de rigidez en la nuca y apenas no podía
ver por el ojo derecho. Su ojo era un saco hinchado de sangre y tenía la
sensación de que los músculos de su globo ocular habían perdido la movilidad, o
peor, temía haber perdido el ojo.
Las últimas noches habían deparado un súbito despertar, una huida
precipitada, fallida y un sinfín de golpes, torturas y humillaciones. Se temía
lo peor, ir camino de su ejecución.
Se sabía acompañado en el cajón del Hispano Suiza T 69, motor diésel de la
casa húngara Ganz. No cabía la menor duda, lo había reparado decenas de veces,
su sonido era inconfundible. Nadie abría la boca. Entre el miedo que flotaba en
el ambiente y la molienda de palos que llevaban entre todos, nadie tenía animo
ni agallas para resollar. Reinaba el temor y la represión.
Lo peor no era saberse en la senda al patíbulo, no, en su cabeza reinaba el
tormento del amor. Su alma lloraba desconsolada. Pensaba en Inés, sabía que
también se la habían llevado, pero desconocía su suerte. A qué clase de
tormentos estaría expuesta, se preguntaba sin respuesta. Busca coraje, busca la
luz - se repetía a sí mismo en silencio - Centró sus recuerdos en la
reconfortante y lejana sensación de saber que habían pasado el último fin de
semana juntos en la cabaña de la cascada de Calderón. El tacto de su piel, el
suave olor de su melena, su sonrisa perenne, su mirada franca, sus palabras
siempre reconfortantes.
Una ola de querella y bravía lo invadió por momentos. Tengo que escapar
como sea y tiene que ser ahora - se dijo.
Notó como, en ese mismo momento, el camión disminuía la velocidad y empezó
a notar el traqueteo de los ejes sobre los adoquines de un puente, estaban
cruzando el puente romano de Cuartos - concluyó -
Tenía las manos atadas y los ojos vendados, pero sabía que enfrente de él
iba uno de los malnacidos que lo habían apresado y también que estaba sentado
junto al portón.
Ahora o nunca - se dijo - Cerró los puños e impulso con todas sus fuerzas
su cuerpo hacia donde suponía que estaba su captor, con la esperanza de atinar
el golpe a la primera, no habría segunda oportunidad.
Solo notó un crujido en su mano derecha y un alarido de dolor. Sin apenas
haber terminado el movimiento se giró hacia el portón, puso su pie derecho
sobre el mismo y cogiéndose fuertemente a la carrocería se impulsó hacia el
vacío. Con la esperanza de no reventarse en la caída, contra el mismo puente o
contra las grandes piedras de granito del cauce del rio, contuvo la respiración
y apretó las carnes.
El salto fue eterno, aunque solo duró un instante. Tuvo la fortuna de caer
sobre mojado, aún no había comenzado la primavera y el cauce llevaba abundante
y gélida agua. El contacto del agua casi le corta la respiración.
El convoy tardó unos segundos en detenerse, tiempo necesario y suficiente
para ser arrastrado cauce abajo por la corriente, disimilado en la oscuridad.
Pudo oír disparos de Mauser 98, pero ese ya no era el peligro inminente.
A duras penas consiguió mantenerse a flote hasta que alcanzó a aferrarse a
una de las rocas de la orilla. Salió aterido del agua, temía caer inconsciente
por la hipotermia. Se despojó de la ropa, y desnudo, solo calzado con las botas
comenzó a correr hasta adentrarse en los encinares.
Cuando finalmente no pudo más, se detuvo, envuelto por la excitación, el
cansancio y el miedo, y se dejó caer en el suelo. Empotrado en la base de
una de las encinas, hecho un ovillo, comenzó a llorar desconsoladamente. Un
gemido triste y descarnado, que intentaba ahogar para no delatarse, surgió de
su garganta. Se sentía roto, no en las carnes, sentía que le habían roto el
alma. Solo pensaba en la suerte de Inés.
Los días de huida y miedo se sucedieron uno tras otro, oculto en la
serranía intentando dar con alguna de las partidas de maquis. No comulgaba con
ellos, aun así, respetaba su valentía y pundonor. Él era un hombre de letras no
de armas, aunque en más de una ocasión, se reprochaba a sí mismo, en silencio,
su carencia de espíritu de lucha armada.
Era temprano, aún clareaba y la serranía parecía en calma. Terminaba de
recoger el catre improvisado al cobijo de unas rocas, cuando el sonido seco del
impacto y las esquirlas de granito en su cara lo sacaron repentinamente de su
letanía. Quiso reaccionar y se incorporó para huir, no hubo tiempo, el segundo
impacto no lo oyó. Notó como entró por su espalda y le cortó la respiración,
lanzándolo de bruces contra el suelo. Inmóvil, paralizado, percibió el sabor a
herrumbre de su propia sangre. Manaba de su boca espesa y cálida, ahogándolo
pausadamente.
En ese momento Inés apareció ante él, se agachó lentamente con una amplia y
calmada sonrisa, mirándolo dulcemente. Acarició su pelo, atenuando así su agonía.
Disfrutando el tacto de su mano amada cerró un instante los ojos. Oía como se
acercaban los pasos de sus asesinos, pero eso no le importó.
No temas, estoy esperándote al otro lado - oyó decir a ella -
Emiliano nunca más abrió los ojos, nunca más se separó de Inés.
"No conocí ninguna guerra con vencedores. Las guerras solo siembran víctimas, víctimas de la crueldad inherente del Ser Humano y sus hazañas. Quién mató fue víctima de su kharma, quién murió fue víctima de su destino, quién sobrevivió es víctima de la atroz realidad".
ISIDRO M. SOSA RAMOS
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