LE GRACILE

                                   
                                                                         

Habían sido horas de persecución con el levante en popa, consiguiendo finalmente, asestar varias andanadas de artillería al corso argelino después de trasluchar su proa. Dejando al navío desarbolado, sin posibilidad de navegar, el abordaje se desató con inquina y sangre. No hubo gran resistencia, pero tampoco tregua, a pesar de que los pocos corsos argelinos aún en disposición de luchar se prestaron a rendirse. Las órdenes del armador eran claras, no hacer rehenes y hacerse con la carga integra y sin daños. Eso significaba tomar los esclavos, el azúcar y el tabaco, y aniquilar a los moros.

Reducidos los argelinos a la nada, Lartoc se dirigió con el segundo de abordo y el primer contramaestre a la de proa de la goleta. 

Comenzó a vislumbrar, una vez más, la infinita crueldad de los hombres cuando, descendiendo por la escalinata del castillo de proa, llegó hasta su nariz el hedor y la ponzoña que manaba desde las bodegas. Continuó, escaleras abajo, mientras el gesto de su cara se agriaba. A los pocos pasos el tintineo de los grilletes y una gélida amalgama de lamentos, sollozos y quejidos llegó hasta sus oídos. 

No podía ver más que sombras en la oscuridad, pero la atmosfera se adivinaba espesa y enfermiza, notaba en la piel la espesura e insalubridad del aire. Una sensación plomiza lo albergaba todo.  

La poca luz que llegaba hasta aquel rincón del infierno dejaba entrever manos que se extendía pidiendo misericordia. Manos que, en un acto de desesperado reflejo ante la presencia de su silueta, cubrían rostros desencajados por el terror. Un sinfín de ojos huidizos que buscaban la oscuridad para pasar desapercibidos. Algunos ojos desbordados de furia y rencor que aguardaban el más mínimo descuido para abalanzarse sobre su cuello. 

El Capitán Jean Luc Lartoc era un hombre curtido, un marinero experimentado, con los higadillos hechos y acostumbrado ya, a bregar con la miseria humana, pero no pudo contener el impulso de sus vísceras. Sintió una profunda desazón que se apoderó de su estómago teniendo que hacer un descomunal esfuerzo para no desatar su emesis. Eso duro solo unos instantes. Tras ellos crecía en su interior un elemental y antiquísimo pavor. Un severo y demoledor terror. 

No era la presencia ni la actitud de aquellos desgraciados, ni siquiera las sensaciones que llegaban a sus sentidos. No, no era eso. Lo que le aterraba era vislumbrar la infinitud de la codicia, la falta de escrúpulos, la bajuna moral y la ausencia de respeto por la vida que reinaba en lo más profundo del corazón de los hombres civilizados. Toda esa inmundicia la veía en su alma atormentada.

Aquella lucha interna había crecido en los últimos meses sin control. Lartoc había matado, asaltado, raptado, torturado y comerciado con la desgracia ajena durante demasiado tiempo, y eso se paga caro. Remordimientos, pesadillas y tormento para el alma. Ese era el precio y siempre lo supo.

Ordenó evacuar las bodegas ante la mirada atónita de sus subalternos, 

- Quiero a todo el mundo en cubierta, separando mujeres y niños en proa y hombres en popa - fue todo lo que dijo - 

Ascendió sin esperar respuesta de los oficiales, atravesó la cubierta de la goleta, sus botas chapoteaban en la sangre. Apartando a la tripulación, que se afanaba en rematar a los infieles bajo un sol de justicia, saltó de regreso a Le Gracile y ascendió al alcázar de proa. 

Se apoyó en la baranda de la cubierta. Sus manos temblaban sin cesar, temblaban de horror, y un sudor glaciar recorría su espalda. Puso su mirada en el horizonte, quería salir de aquel barco, dejar aquella infame vida de corsario. Su alma estaba repleta de cicatrices de culpa y pecado. Cada noche las almas de todas las vidas que había sesgado lo perseguían en sueños. Aun sabiéndose condenado a los ojos del Altísimo, anhelaba un mañana en paz consigo mismo.

Se giró para contemplar como terminaban de subir a la cubierta de la goleta los últimos esclavos, 

Por Cristo, la Santa Virgen y todos los Arcángeles que esta es la última vez que vendo mi alma a la codicia y la sinrazón - refunfuñó entre dientes -

No se percató de que había alguien más oyendo sus palabras. Su mirada se topó con el grumete Picard. Era un muchacho aún imberbe, con una mirada franca y un carácter rudo. Llevaba cerca de dos años a las órdenes de Lartoc.

Capitán, con todos mis respetos. Ya que no puede abandonar el barco cambie el rumbo, le acompañaré gustoso. Nadie se ha curtido como marinero navegando en un mar en calma, y los océanos del alma siempre se presentan como los más inhóspitos e infranqueables. Necesitará de buena tripulación en su nueva travesía - dijo con calma Picard -

Lartoc enmarcó una sonrisa y sentenció,

Grumete, si dices una palabra más te ensarto en botalón del bauprés y te abro el vientre para que te coman vivo las pardelas. En todo caso, prepárate para cambiar el rumbo, se cierne ante nosotros una larga travesía.


                                                                                         ISIDRO M. SOSA RAMOS             



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