LEIPZIGER STRAßE

   
    

Berlín siempre aparecía en mi mente en una postal imaginaria con un pie de foto que decía “Ciudad dividida y epicentro cultural de Alemania”. Era mi primera visita a la ciudad y a pesar de que ya era finales de julio, el tiempo se presentaba gris y plomizo. 

“Juraría, por Helios que estos teutones no saben lo que es un verano tórrido”, me dije a mí mismo. Repasé mentalmente: Segunda jornada berlinesa, visita a Brandemburg, Monumento al Holocausto, el Reichstag y la East Side Gallery. Estaba satisfecho. 

Deambulaba sin rumbo cierto, pensando si descansar mis huesos en alguna terraza del cercano Tempelhofer Feld. Algo de lectura sería el cierre perfecto para esta jornada, además, sería el complemento ideal para unas birras, me dije. Miré la hora en el móvil, 6:35 pm, aún había tiempo de encontrar una librería abierta.

Iba a echar mano de SIRI cuando el tintineo de una campanilla precedió al sonido de una puerta que se cerraba. Levanté la mirada y en una pizarra verde con una caligrafía muy discreta se leía, “Bartelby & Co., Buchhandlung”. Definitivamente no necesitaba a SIRI, el destino me le daba hecho. 

Yo tenía la costumbre de dejarme llevar por mis deseos y decidí interrumpir mi paseo turístico. Sin dudarlo, me adentré en aquella librería. El único motivo que tuve para hacerlo fue su nombre, "Bartelby & Co", parecía anglosajón. Me cautivó la primera impresión, aquellas sillas y mesas en la entrada la asemejaban a un biergarten.

Aquel día me llevé dos sorpresas, la primera solo anecdótica y es que se trataba de una librería española, y además era un bar.  Parece que no has perdido tu instinto hispánico-tabernero ¡Bichillo!, me dije a mi mismo. La segunda fue más interesante.

Después de entablar la protocolaria y cortés conversación con la propietaria (al descubrirnos españoles en Berlín), me dejé llevar por mi particular ritual de búsqueda literaria. Comencé a ojear los títulos y las portadas. Como siempre, miraba los títulos de los libros expuestos en estanterías y las fotos de las portadas de aquellos que estaban tumbados en las mesas. Son rituales baladís, pero mis manías, al fin y al cabo. 

No había manera, aquel día yo no estaba inspirado y los editores habían perdido el instinto de venta.  Títulos desabridos como "¿Tenemos la suficiente inteligencia para entender la inteligencia de los animales?". Por otro lado, portadas aburridas como el esbozo de un tipo sentado en una escalera con cara de pánfilo. 

Después de la tercera ronda a estanterías y mesas decidí desistir. Arrastraría mi frustración literaria a un bar cercano, un buen trago me consolaría. Me despedí fugazmente y salí de allí ligero como un gamo.

Al salir, eché un vistazo al escaparate, de soslayo, mirar por mirar. De pronto me detuve en seco. 

En medio del escaparate había una antigua silla de madera con la pintura roja decapada. Sobre ella dos ejemplares, uno mostrando la portada y el otro la contraportada del mismo libro. Lo que me llamó la atención fue la foto del autor en la contraportada, pues yo conocía a aquel tipo. Era imposible. El tipo que yo conocía no podía ser el autor del libro, sin embargo, el nombre de pila coincidía, Friedrich. 

Recapitulaba. La primera vez que recordaba haber visto a Friedrich fue intrascendente. Simplemente nos cruzamos en Leipziger Straße. Era uno de esos tipos desaliñados y con cara de estar siempre colocado. 

El asunto es que nos vimos varias veces más. En la siguiente ocasión tuve que intervenir en una pelea callejera, ayudado por otro caritativo transeúnte, para separar a dos maleantes que estaban tirados en el suelo, dándose mutuamente puñetazos. La gente pasaba al lado como si nada. Nos dispusimos a separarlos y detener la trifulca. Ambos apestaban a orines, vómitos y sangraban por las cejas y la nariz. Un espectáculo escatológico. 

Hubo más encuentros con Friedrich y sus colegas, todos casuales. Pero un buen día Friedrich y yo rizamos el rizo. 

Como de costumbre me dirigía al trabajo, caminando por Leipziger Straße y de repente, de reojo, vi como un tipo se desplomaba en el suelo igual que si fuera un árbol recién talado. El sonido de la cabeza contra los adoquines fue aterrador, como si un martillo pedrero reventara un melón.

El colega de Friedrich gritaba sin parar "hilfe, hilfe" mientras, como de costumbre, los civilizados habitantes de Frankfurt, seguían de largo. Pero allí estaba yo, dispuesto a vivir emociones fuertes. 

Friedrich se convulsionaba en medio de un sangrerío impresionante mientras su amigo no sabía qué hacer y seguía gritando.  Tras lograr que Friedrich no se tragara su lengua, yo conseguí taponar la herida de su cabeza, por donde no paraba de manar sangre. Entonces, con las manos y la ropa ensangrentada como si fuera un matarife, me incorporé y paré pidiendo ayuda al primero que se me cruzó delante. 

A los pocos minutos apareció la asistencia sanitaria y yo pude seguir mi camino. 

Durante semanas intente localizar a Friedrich sin éxito. Tiempo después, habiendo ya desistido, me tropecé con su compañero de fatigas, Antoine. Le pregunté si me recordaba y si sabía algo de su amigo. Me explicó que seguía en el hospital con las secuelas del traumatismo craneoencefálico. 

Casi dos meses más tarde me encontré con Friedrich nuevamente, mientras apuraba un tetra brik de vino barato con Antoine, ambos recostados en la acera. 

Hablé con ellos sin pensarlo; Friedrich no se acordaba de nada. Esa fue la última vez que lo vi. 

Después de mi flashback, tomé aire profundamente y regresé a la librería. Pregunté por los detalles de la obra "Wie ein Cricketkäfig" y por su autor. Me confirmaron mi sospecha, el Friedrich que yo conocía y Friedrich Köndel eran la misma persona. 

Me contaron que la novela en cuestión fue la más vendida en Alemania en 2019, entonces pensé, “definitivamente, desde el más ilustre hasta el más infame escriben literatura”.   

    
                                                                                          ISIDRO M. SOSA RAMOS






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