RIZOS COLOR ROJO LUCIFER

                                                          

   

Su cuerpo oscilaba al compás de la música de fondo, era tan armonioso y fluido su movimiento que me sumí en un embelesamiento profundamente agradable y turbador. Ella no apartaba los ojos de mí, yo no apartaba mi deseo de ella.

Hacía ya más de una hora que había pasado junto a mí, mientras yo apuraba mi enésima ginebra sumido en mi soledad y cavilaciones. 

De manera intencionada y descarada había golpeado mi hombro con su mano, yo no tuve otra más que girarme para comprobar quien me sacaba de mi limbo. Tornaba sus ojos, altiva y provocadora, mientras taconeó con paso firme hasta el centro de la sala de baile. Dejando tras de sí un suave aroma a azahar y un halo de sensualidad que endulzaría el alma del mismísimo Belcebú. 

Los tacones la hacían aún más alta de lo que era. Piernas infinitas, vestido de seda ceñido por encima de la rodilla, abierto en el muslo derecho casi hasta un palmo de su cadera, cuello redondo sin escote, el suave tejido bajaba desde sus hombros enmarcando la frutal forma de sus pechos y su espalda descubierta mostraba su serpenteante columna vertebral. 

Su melena pelirroja llena de rizos y sus manos se entremezclaba en su contoneo con el universo de pecas de su cara. Sus hombros parecían ir a cámara lenta mientras sus caderas describían en el espacio un ocho tridimensional a la una velocidad de vértigo. 

Mi corazón pedía una tregua a su taquicardia y mi instinto clamaba por cabalgar a aquella alazana. 

Aquella mujer era el peligro que solo los valientes querían y podían afrontar. Y aquella noche, yo había pasado de ser el más ínfimo mequetrefe a ser el mismísimo Cid Campeador. 

Fuerza y honor, y a mi señal, fuego y gloria - me dije-

Pero no hizo falta humillarme intentando seguir el paso y el son de la pelirroja bailarina, no me había separado un palmo de la barra cuando, pareciendo predecir mi intención, se giró sobre sí misma y enfiló hacia mí. 

Me miraba fijamente mientas daba largos pasos y se recogía la melena llevando las dos manos por encima de su nuca. Cuando se detuvo ante mí, jadeaba, mientras por los lados de sus mejillas y sobre su labios sin carmín se deslizaban varias gotas de sudor. 

Como veo que me vas a tener bailando toda la noche, tendré que coger yo las riendas del asunto. ¿Nos vamos? - dijo - apoderándose de mi alma, de mi voluntad y de mi destino. 

Me quedé perplejo e inmóvil, mi cabeza perdía, por momentos, el control de sus movimientos. Tenía la impresión de que era uno de esos perritos que en los 70 se colocaban en la parte trasera de los coches sobre la tapa del maletero y que movían la cabeza con el traqueteo del vehículo. 

Ella me sacó del mundo de los souvenirs automovilísticos acercándose a mí, hasta que pudo morder suavemente mi mejilla. 

Venga no me hagas perder la paciencia - sentenció - 

Me tomó de la mano y comenzó a caminar hacia la salida. Yo debía parecer algo así como un perro faldero o un niño que se resiste a ir al parvulario. 

El matón,  haciendo las veces de portero, del garito me dedicó una mirada cómplice y un rudo asentimiento de barbilla, yo ratificaba con aquella mueca mi noche de suerte. 

Aquella noche fue el principio de mi colapso, de mi Armagedón personal. Comenzó en aquel garito la debacle de mi existencia, el camino a la perdición. 

Descubrí en aquella mujer los más profundos instintos, la mayor de las sensibilidades, el odio que nace desde las entrañas, el instinto asesino y la más tierna paternidad. Exploré con ella los rincones más turbios de mi alma, los secretos mejor escondidos y los pecados inconfesables. Aprendí el amor incondicional y la pasión desmedida, aprendí incluso a bailar. Confíe, me equivoqué, acerté, lloré, reí hasta perder el sentido. Gané la calma infinita y el entusiasmo constante. Conocí mil derrotas que me hicieron invencible, olvidé todo lo que debí olvidar y recordé todo lo esencial. 

Un día, ella desapareció. Sin previo aviso, sin mediar explicación. Se esfumó de la misma forma que había aparecido, como un torbellino rojo de piernas largas y ritmo trepidante. Se llevó todo lo que tenía sin robarme nada. Me dejó, sumido de nuevo en mis cavilaciones y mi soledad. 

Siempre recordaré sus rizos rojos enredándose en mis manos mientras ella se apretaba contra mis carnes y me mordía la mejilla. 

!Malditos sean los rizos rojos Lucifer!


                                                                                         ISIDRO M. SOSA RAMOS



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