SREBRENICA


     

Sus pasos en las calles adoquinadas resonaban como las campanadas de un réquiem a la soledad. El vacío se apoderaba de las esquinas, los macetones de los balcones aparecían repletos de esqueletos vegetales consumidos y desecados. Un profundo y denso hedor de podredumbre y putrefacción manaba desde las piras de cuerpos calcinados. 

Las vasijas volcadas, rotas, con los trozos de cerámica esparramados al pie de los soportales, provocaban chasquidos sordos y tristes tintineos a cada pisada. Las moscas zumbaban bajo el peso de una canícula tórrida que aplastaba todo atisbo de vida, todo alrededor agonizaba en las tablas de la barca de Caronte. 

Un solitario poste blandía frente a ella con aquellos dos desgarradores pendones salpicado de manchas sanguinolentas, ya parduzcas. 

Observó la que estaba en lo alto del mástil. Rojo, azul y blanco con el lema “Војска Републике Српске”. Aquellos tres colores eran la ecuánime representación de la devastación y la derrota, aquella estampa convertía sus mermadas fuerzas en un odio y rabia desmesurados.

Los goterones de sudor surcaban su frente recorriendo trazados que salvaban los relieves de su rostro, aquella sensación sobre la piel de eterna transpiración, y notar como se desprendía el goteo incesante desde su rostro, hacían crecer como la espuma el desasosiego y la desesperación. Era como si los últimos rescoldos de vida que habitaban en ella quisieran escapar con la copiosa transpiración. 

Notaba los regueros de sangre seca adheridos a la piel de sus muslos, aun notaba en su entrepierna la extremada violencia que aquellos malnacidos habían grabado en su carne para siempre. No podía recordar ni cuando perdió la conciencia ni cuánto tiempo estuvo desmayada durante la última semana, sin embargo, se decía a sí misma, que aquella había sido la decisión corporal más apropiada a las circunstancias que vivió. Desconectar el cuerpo para no volverse loca por el sadismo de aquellos bastardos y por su propia vergüenza.

Cuando el grupo de mujeres se detuvo en medio de la plaza, de manera instintiva, ella alzó la mirada. El minarete de la Carsijska Dzamija aún rezumaba humo como un cigarro encendido. Sus muros, de piedras blancas y veteado de cemento visto, aparecían plagados de manchones sanguinolentos y trozos de carne y sesos.

El grupo de mujeres estaba escoltado por miembros del VRS vestidos, o mejor dicho disfrazados, con uniformes de la UNPROFOR. Reinaba el silencio mientras aguardaban la llegada de los autobuses.

Vedrana Salihovic, ni siquiera era musulmana, su abuelo materno lo era. Su padre era serbio católico y su madre siempre se mostró aconfesional, cosa que le generó muchos quebraderos de cabeza y la obligación de mantener cierta distancia con sus padres. Eso no le sirvió para librarse de la purga a la que se vio sometida toda su familia.

Mientras subía los escalones del autobús notó como un escalofrío le recorrió la espina dorsal. 

Vio su rostro reflejado en el cristal del parabrisas del autobús, su pelo trasquilado, su cara desfigurada por los golpes y el cansancio, una palidez extrema, solo coloreada por la oscuridad de sus ojeras y los hematomas, sus ropas hechas andrajos y una profunda sensación de desolación se proyectaba antes sus ojos.

No pudo contener las lágrimas, brotaban sin llorar. 

El convoy se puso en marcha, por lo que pudo escuchar, se dirigían a Potocari. Allí se establecía la Base de los Cascos Azules.

Se suponía que aquello era su salvación, todas menos ella lo creían así. Ella sabía que aquel lugar no era seguro. Ella estaba presente la noche que el Coronel Thomas Karremans se había reunido con Ratko Mladic, supuestamente en una cena de confraternización.

Ella había escuchado decir a Mladic, dirigiéndose al Jefe del contingente holandés de la ONU,

"¿Ves cómo mis hombres degüellan nuestra cena? Pues eso es lo que te espera a ti y a tus hombres si no haces la vista gorda con mis convoyes de sucios Bosnios".

También vio como la cara del Coronel se desencajaba mientras tragaba saliva para digerir la amenaza.

Si iban camino de Potocari, ellas también iban camino del degüello.

Presta atención Vedrana, ahora contaré hasta tres y despertarás – dijo una voz de mujer –

Uno, dos, tres,…

Cuando Vedrana abrió los ojos, vio un reproducción del cuadro “La Mariee” de Marc Chagall frente a ella. Estaba recostada en una especie de diván. Giró su cabeza y observó a una mujer, rondaría los sesenta, melena abundante y densa, plagada de canas, mirada dulce aunque algo inquisitiva, gafas caídas apoyadas en el extremo de la nariz y lápiz golpeando suavemente su barbilla.

Vedrana seguía notando el galopar desbocado de su corazón dentro del pecho, sin embargo, no dejaba de pensar y repensar en la posibilidad de encontrar a Karremans. Aún notaba la sangre reseca entre sus muslos y la única forma de librarse de aquella pesada carga era ajustar cuentas con aquel bastardo mal nacido.


                                                                                          ISIDRO M. SOSA RAMOS


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