FRAU GRÜRMANN

     Foto: Isidro M. Sosa Ramos 

Permanecían sentados uno enfrente al otro, muy cerca, pero sin llegar a tocarse. Sus miradas eran profundas, quedadas y tristes. Ambos esperaban el milagro, ambos sabían que no ocurriría.

Emmanuel intuía que, muy probablemente, aquella era la última vez que estarían juntos, que se mirarían a los ojos. Nunca había tenido el valor de confesar la pasión que sentía hacia ella y sin embargo sabía perfectamente que ella lo veía en sus ojos, sabía de la reciprocidad, lo había sentido la primera vez que la tocó. Se recriminaba su cobardía, deseaba besarla. Soñaba despierto con quedarse junto a ella. Le vino a la mente su primer encuentro, la reacción incomoda de ella al tener que aceptar la petición de Mariano Solozábal;

Señorita Grürmann, como se dirige a la ciudad, ¿Sería tan amable de acercar a nuestro colaborador hasta el muelle del ferry?

Tal cual va el día lo mismo me da perder un poco más de tiempo - contestó ella - sin levantar los ojos de los papeles que portaba en su agenda.

Emmanuel recordaba cómo, tras unos minutos de incómodo silencio, ambos entraron en un bucle de curiosidad que los llevo a hacerse preguntas personales durante los escasos veinte minutos que duro el trayecto hasta el muelle. Sonrió cuando recordó su ofrecimiento, al bajarse del coche, a cenar juntos como compensación de la perdida de tiempo ocasionada. Incomprensiblemente ella aceptó.

Claudia miraba en sus ojos como de costumbre, fija y profundamente, pero con un toque de amarga y opaca melancolía. Esperaba la pregunta,  para contestar que si, resignada a que la pregunta no llegaría.

Desde el primer momento aquel hombre, mucho más joven que ella, le había parecido de lo más interesante. Aquel desparpajo y descaro la atrajo hacia él, la empujó a querer compartir tiempo junto a él. Tanto que a las pocas semanas de conocerlo dejo a su novio sin previo aviso.

Desde entonces habían compartido decenas de veladas nocturnas, cenas en terrazas a la luz de las velas, caminatas al amanecer por la playa desierta, llamadas telefónicas interminables. Incluso habían descubierto el juego de enviarse cartas a pesar de verse dos o tres veces a la semana. Sin embargo, con la consabida atracción mutua nunca había pasado nada. Abrazos dulces y cálidos, besos en las mejillas, alguna inocente caricia y largas charlas nocturnas, pero nada más.

La mirada silenciosa continuó unos minutos que pasaron como una centella, un instante. Ninguno mediaba palabra, ambos sabían que no existían palabras para explicar o justificar la insensatez de dejar pasar aquella última posibilidad. Alguna razón cósmica, oculta a sus razones, había elegido separarlos. Los condenaba a vagar el resto de sus vidas con el karma de "lo que nos podíamos haber amado y no fuimos capaces de entregarnos".

- Tengo que marcharme - dijo él, bajando la mirada.
- Lo sé, dijo ella.

Una solitaria lágrima hacia equilibrismo, resistiendo a caer desde el borde de su párpado. Acarició su mejilla. Él solo se atrevió a poner su mano sobre la rodilla desnuda de ella.

Los cuatro ojos derramaron lágrimas invisibles, aceptando la cobarde derrota.

No hubo beso, no se volvieron a ver.

                            ISIDRO M. SOSA RAMOS 

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