MEQUETREFES

                      Foto: Isidro M. Sosa Ramos 

La historia no podrá mentir sobre nosotros, se dijo a sí misma. No habrá historia que contar, no habrá a quien hacerlo. No volverá a existir el "nosotros" - se dijo desolada -

Viviendo tiempos de una no-sociedad sumida en el caos y el desvarío, dividida, abducida por la pérdida de valores, por la falta de humildad. Las hordas de temerosos humanos, convertidos en mequetrefes, habían aceptado durante siglos una esclavitud bicéfala, la del blanco y negro, la de izquierda o derecha, la de verdad o mentira, la de conmigo o contra mí. Todo por el temor ancestral, todo gracias al miedo a la muerte o por esperanza a seguir con vida. 

Tras aquel primer paso hacia la desnaturalización, acaeció lo peor, lo inexorable, lo inevitable. 

Es imposible conocer el verdadero significado de la vida sin respetar y abrazar a la muerte. Sin embargo, mirando a su alrededor solo se podía apreciar el mismo egoísmo que había arrastrado a la Humanidad hasta aquel punto de no retorno. 

Durante los tiempos pretéritos, cuando al menos se poseía el anhelo, el sueño de progreso, los humanos seguían un plan. Individualista, egoísta y perverso pero un plan al fin y al cabo. Un plan conlleva una preparación, una reflexión, un proceso cognitivo. 

Ahora todo era puro instinto, supervivencia. Una energía impulsiva y temerosa, que no entiende de cooperativismo, de colaboración, de comunicación, de reflexión crítica. 

Todo había devenido en fragmentación, en división, en aislamiento. 

Se abandonaron las religiones, ya nadie creía en nada, ya no se aceptaba ninguna fuerza superior que gobernara el destino. 

Se dejaron de lado las ideologías políticas, no había colores, partidos, líderes. Se desdeñó las clases sociales, no había un rico y un pobre, no había una perspectiva de progreso o recesión. 

Se evaporaron las fronteras, no existían las naciones, no había lugar para los países. La cultura e idiosincrasia de los pueblos se disipó en el turbio fluir del desorden y el desconcierto, ya no había folclore, ya no se leía, ya no sonaba música. Las lenguas e idiomas se transformaron en un simplismo comunicativo, arcaico, gestual, de sonidos guturales, de gritos y gruñidos. La palabra perdió el significado, se liberó tristemente de su sentido. 

Se lapidó el concepto de familia, habiendo perdido la inmensa mayoría la capacidad reproductiva, los individuos carecían de instinto de grupo. No existía el instinto de pertenencia, ese nexo que mantenía unidas a las familias, esa corriente de feromonas que durante milenios flotaba en el aire de los hogares, adhiriendo y cohesionando los lazos de sangre. 

Ya nadie creía en nadie, ya nadie protegía a nadie. Ya no había nadie. Solo había seres que se aferraban a la vida, a esa vida aislada, esa vida del "yo vivo". 

Los pocos que aún poseían un halo de aquello que una vez se llamó Humanidad vagaban solos, en medio de la vorágine de yos, buscando a alguien, un semejante, un ser social, alguien con quien comunicarse, con quien compartir. 

Ella seguía sentada en medio de un bosque calcinado hace decenios, contemplando la barbarie del ser solo, abandonado, depredador de sí mismo. 

Las lágrimas se le habían secado hace años, las sonrisas habían desaparecido incluso antes de las lágrimas. Aun así, pervivía algo dentro de ella, una pequeña llama, un diminuto clamor, un escuálido momento de esperanza. Todo sobrevivía oculto en su mirada, en unos ojos que aún eran inocentes. Sus ojos eran el último reducto de Humanidad.

Paradójicamente, desde hace tanto tiempo que ya no recuerda, solo había encontrado ese halo en la mirada de los animales. Había más Humanidad en las bestias que en los mequetrefes. 

No importaba si eran depredadores, alimañas carroñeras, roedores o rumiantes. Aquellos seres conservaban en la mirada algo semejante a un ente comunicativo, un hilo conector. Conservaban ese poder que irradiaba desde lo más profundo de sus globos oculares. Entre ellos se sentía una más, un miembro más de aquel infinito Universo de vida, una porción del Todo. 

Sin embargo, muy probablemente por un anhelo de semejanza, buscaba en los ojos de los mequetrefes, buscaba desesperadamente encontrar esa conexión y su ausencia secaba poco a poco su espíritu. 

No sé daba cuenta que toda aquella calamidad no era tal, era el comienzo de un nuevo orden, un orden natural. Orden y no selección pues en mi fuero más profundo, yo, la Madre Naturaleza siempre doy más de dos oportunidades, yo soy la madre de todas las posibilidades. Yo no elijo, no soy tan egoísta. 

La Naturaleza solo muestra combinaciones, potencialidad, lo que puede ser. Solo los mequetrefes eligen, lo han hecho, lo hacen y lo harán, descartando así el 99,999% de lo que podría ser. Queriendo apropiarse de una posibilidad, como si eso los fuera a salvar, como si pudieran conservar su elección. Como si fueran poseedores del Quid Divinum. 

Mequetrefes. 


                                                                ISIDRO M. SOSA RAMOS


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