NI 83 DÍAS NI 423 AÑOS



           Foto: Isidro M. Sosa Ramos 

Aquella extraña sensación de que mi vida se ceñía a aquellos ochenta y cuatro días colgada en el vacío se acentuó en el instante en que noté desfallecer las fuerzas de mi brazo. Los últimos días había percibido que no estaba al cien por cien, pero nunca llegué a creer que me encontraría en aquella tesitura. 

Sabía que me iba a precipitar de manera inexorable.

Era paradójico que, habiendo superado jornadas de tórrido calor, días en los que el frio heló mis carnes, habiendo superado la deshidratación, noches en vilo, habiéndome sobrepuesto a inclemencias, eludido en sueños aquellos monstruos de pico y garras, fuera aquel instante el preámbulo de mi fin.

Fue entonces cuando sucedió, perdí la batalla, las fuerzas me abandonaron y a su vez yo me abandoné a mi epílogo. Mi brazo cedió a la debilidad y caí como una gota de rocío que ya no puede hacer más equilibrismo en el ápice de la hoja.

Aquellos instantes eternos, preludio del impacto y de mi días.

Noté mis carnes estremecerse y desmembrarse, sentí el hueso quebrarse. Sin embargo, la vida no me abandonó en aquel momento.

Se sucedieron días en los que mi piel se retorcía, se volvía ajada. Notaba como me deshidrataba poco a poco, como me consumía. Días de tormento entre la vida y la muerte, agonía cruel, desesperación intentado asirme a la vida.

En mi delirio sentí derramarse la médula, el tuétano goteaba espeso, como si fuera miel y se perdía absorbido por alguna fuerza magnética que surgía de las profundidades de la tierra.

Entonces todo se volvió oscuro, la negrura lo abarco todo.

Paradójicamente, lo que parecía el fin fue solo el principio.

Aquel extraño magnetismo, que había absorbido previamente lo que parecían mis últimos impulsos vitales, empezó a impulsarme a la vez que me asía con fuerza contra sí.

Desde entonces han transcurrido cuatrocientos veinte y tres años, he sobrevivido a infinidad de cambios, dado vida y visto pasar por el mismo percance a centenas de generaciones de asustadas aceitunas que, como yo, vivieron los mismos momentos de agonía y desesperación. La mayoría nunca llegaron a brotar, fueron pasto y alimento de otros. Algunas las puedo contemplar aún junto a mí, otras estuvieron aquí y luego fueron llevadas a lugares lejanos.

Después de tantas lunas ya sé que la vida no se ciñe ni ochenta y tres días ni a cuatrocientos veinte y tres años.

                            ISIDRO M. SOSA RAMOS 

Comentarios

Entradas populares de este blog

EL BANCO DE LA MAR INFINITA

GAIA

NO HAY EROS PARA EL AMOR ANÓNIMO