EPÍSTOLA AL DESTINO

                              

Estimado Destino,

De alguna forma, en algún lugar, comencé a sentirte distante primero, esquivo después. Finalmente desapareciste silencioso. Sin mediar explicación.

Elegí engañarme, mantener inquebrantable la confianza depositada en ti. Todo fue en vano, a veces creemos más en lo imposible que en lo probable.

Hasta hoy he andado todos los caminos y desandado todo lo caminado. Me encuentro en una tesitura perversa, perseverar en tu adviento mientras agonizan mis esperanzas o renunciar a las albricias de tu encuentro y dejarme arrastrar por las aguas turbias del desaliento.

Todos mis esfuerzos he dedicado en tu hallazgo y confluencia, mas la esquiva fortuna me acompaña en tu búsqueda y me impide llegar a tu vera.

Interrogué a los peregrinos por los andurriales de Castilla, inquirí a los marinos en los puertos del Cantábrico, pregunté en abadías, monasterios y ciudades. Nada de ti saben.

Estoy próximo a rendirme, cercano a las puertas del desfallecimiento, distante, como Cervantes de sus molinos, quedando él como ausente, naúfrago de su verbo más allá de los límites de Lepanto.

Así han transcurrido trienios, decenios, creo que Cronos se volvió infinito solo para postergar hasta el desencanto, la quimera de llegar junto a ti. Como si me tuviera en inquina, como si quisiera con su desidia sepultarme en vida.

Por enésima, he hecho parada y fonda en este lugar inhóspito, desprotegido, paraje donde compartimos juntos nuestras postreras amarguras. Por ende, he querido dejar constancia en estas letras, acaso las diosas te llevan a albergarte, como yo, de nuevo en estos lares.

Voy a yacer aquí mi última noche antes de mi definitiva partida, una marcha sin retorno, con vista en el horizonte, para no volverla atrás. Librándome así de mi desesperación, decapitando con esa infame huida el dolor. Eliminando todo futuro anhelo cercano a ti.

He conocido tu alma en las tinieblas y en los brillos de las estrellas, he compartido tu espíritu combativo en la paz y en la guerra, he bendecido y maldecido mil y una vez tu existencia, he desgarrado mi alma con tu silencio, he tocado la gloria incontables veces con tus versos.

Aún escucho nuestros pasos, unísonos, acompasados, casi musicales. Aquel trance de taconeos en los adoquines de Santa Catalina que tanta algarabía nos produjo, gozo profundo de los hermanos, sin serlo de sangre, mas siéndolos de arte.

Si tu manifestación no llegara, próxima y cercana, zozobraría mi pequeño navío del alma, pues sus cuadernas no fueron hechas para estos mares de soledad baldía.

¿Seré cobarde? Me castigo con el interrogante, ¡Soy cobarde! Me sentencio con la exclamación.

Así de vil son el tiempo, que me acompañan en derredor.

Mi montura ya no me obedece, pues no entiende una jerarquía sin líder, pues no acepta trotar sin rumbo.

Hace mucho tiempo ya, en remotas eras arcaicas, alguien perjuró haberte visto en la cuna adoptiva del manco universal, esos lares de Esquivias. Dijeron que merodeabas las esquinas, sin tino y sin compás.

Allá fui poseído a tu encuentro, mas solo la esquiva trampa del rumor hallé.

Más no puedo entregarte, de mí no puede manar más esperanza que la pérdida, así que con estas letras me despido.

Mañana con el alba saldré con rumbo desconocido, a encontrar un paradero donde al menos hallarme un destino de verdad, una dosis de certeza que ofrezca un páramo vasto donde quepa mi soledad.

Hasta nunca jamás, inescrutable Destino Ausente.

                                                                                                       ISIDRO M. SOSA RAMOS 

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