TRES VIDAS, TRES MUERTES

                                                                              

Cuando se abrió la puerta, apareció un doctor con cara de circunstancias. Ingrid no quiso ver la realidad impresa en el rostro del médico.

Srta. Pessoa, lamento comunicarle que, a pesar de haber hecho todo lo que estaba en nuestras manos, no hemos podido evitar la muerte de su madre. Mi más sentido pésame.

El doctor hizo una pequeña pausa, como si quisiera darle un instante para digerir la noticia, antes de continuar;

Ahora, si me disculpa, he de seguir con mis responsabilidades.

Ella permaneció allí, de pie, en el pasillo de urgencias en medio del trajín típico de los grandes hospitales, sin saber cómo reaccionar. Intentaba no desfallecer.

Su mente la había trasladado, haciendo un ejercicio de equilibrio emocional, a su más tierna infancia. A aquellos días en los que, sentada en los escalones de la Praia de Pipa, Leonora cepillaba su melena con la delicadeza que solo una madre es capaz de dar a los rebeldes rizos de una hija.

Entonces, de repente, un movimiento brusco y un fuerte golpe en el abdomen la trajo de vuelta, algo dentro de ella la hizo regresar súbitamente a la realidad. Louis se movía inquieto en su vientre, como entendiendo la situación que vivía su madre.

Ingrid se cogió el vientre con una mano y deslizó la otra por la pared hasta palpar el respaldo de los asientos.

Consiguió sentarse, se sentía extremadamente débil, navegaba entre el shock emocional y la fatiga propia de sus casi ocho meses de embarazo.

Cariño, estoy muy triste y asustada. Tu abuela ya no está con nosotros, me siento perdida. Necesito llorar, desahogarme de tanta pena. Pero no te preocupes, sé que estás ahí. Solo quiero que entiendas. Todo irá bien. Acompañándome, cuidándote, como siempre – dijo ella

Se incorporó y se acercó al mostrador de urgencias. Una de las auxiliares le explicó todo el papeleo y los trámites a realizar. Ingrid escuchaba toda la explicación como si estuviera sumida en medio de un sueño. La incertidumbre y el miedo se apoderaba poco a poco de ella. Ahora sí que estoy sola, pensó.

           En el mismo edificio, tres plantas más arriba estaba ingresado Moche.

Se despertó con el sonido intermitente del monitor que controlaba su pulso. No recordaba nada, había permanecido doce días en coma inducido.

Estaba intubado, dos vías intravenosas, ambas en el brazo derecho. Habitación vacía. Notaba una gran presión en el lado derecho de su cabeza, como si tuviese apoyado un tren de mercancías sobre ella.

           Observó alrededor de él, no entendía nada. La tele estaba encendida, sección de deportes del informativo, supuso que debía ser la hora del almuerzo. A la derecha de la cama, colgado desde el techo, un cable que terminaba en una perilla con interruptor. Lo pulsó, una vez, dos veces más.

Buenos días, Señor Jiménez, ¿Cómo se encuentra?. Ayer el Doctor Álvarez de Tomás creyó conveniente suprimir la inducción del coma. Ha tardado más de lo normal en despertar, tendremos que hacer una valoración de su estado. Por cierto, soy Luciana Tello, su enfermera. Buscaré al doctor.

           A los pocos minutos llegó el doctor, un tipo alto, delgado, reseco pensó Moche. Muy repeinado, con cara de póker y consultando algo en una carpeta.

Señor Jiménez, soy el Doctor Álvarez de Tomás, su neurocirujano. Quiero que me haga una señal si puede escucharme.

           Moche asiente parpadeando repetidamente.

Estupendo. Ha tenido mucha suerte, la última resonancia magnética muestra una disminución significativa de la presión subdural por lo que estimamos que sus funciones cognitivas deben estar intactas. Aun así comenzaremos de inmediato la valoración de estas. El resto del cuadro traumatológico no presenta mayor complicación. Nada que no se recupere con un par de meses de rehabilitación.

El doctor se queda un momento en silencio mirando la cara de extrañeza de Moche, su mirada perdida. Como si estuviera preguntando con la mirada ¿qué ha sucedido?

Señor Jiménez, ¿Recuerda que le ha sucedido?

           Moche negó levemente con la cabeza. El doctor lo mira con cara de circunstancias, se acerca hasta la ventana y toma una silla, la aproxima hasta la cabecera de la cama y se sienta.

De acuerdo. Ha tenido un accidente de tráfico, lleva en el hospital doce días. Cuando lo retiren la intubación y este un poco más lúcido volveré para hablar con usted. Mientras tanto, intente descansar.

           Minutos después de recibir la fatídica noticia del fallecimiento de su mujer y de su futura hija, Moche comenzó a recordar y con el recuerdo apareció su culpa.

           Recordó la discusión en el coche camino del ginecólogo, la violenta maniobra para adelantar al camión de reparto que frenaba su trayectoria. Recordó también el momento en el que perdió el control del coche.

       Renqueante, pero desesperado por el dolor y la culpa se incorporó, se quitó las vías y, en contra de las recomendaciones de la enfermera, se dirigió a la calle. Necesitaba tomar el aire.

           Ingrid salía del hospital cuando lo observó sentado en un banco con la cabeza entre las manos, emitía un llanto desconsolado. Aquel hombre parecía no existir para el resto de los transeúntes, nadie reparaba en él.

En otras circunstancias Ingrid, de por sí una mujer introvertida, hubiese buscado ayuda o avisado a los celadores del hospital, sin embargo, por algún motivo desconocido y siguiendo un impulso primario, decidió acercarse.

Ingrid se aproximaba a Moche mientras intentaba encontrar las palabras apropiadas, cuando Louis pataleó de nuevo en el interior de su vientre.

Al llegar a él, Ingrid, sin mediar palabra, tomó la mano de Moche y la acercó hasta su vientre. Louis, de nuevo pataleando, sacó de su amargo trance a Moche.

“Así la vida, traspasando todo límite, más allá del dolor y el miedo, se sobrepone de sí misma. Creando oportunidades donde solo parecía existir el abismo”

                                                                                                      ISIDRO M. SOSA RAMOS 

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