EL HILO DORADO DE ANTOPHILA
Las
tardes de verano comenzaban a menguar, al menos eso percibía Eusebio Quintanar.
La actividad de las abejas era incesante en las últimas semanas y con ello
también los preparativos para la recolección.
Acababa
de despojarse de la careta de su traje de protección, el ahumador apoyado en el
cajón de su todoterreno aún emanaba los relajantes efluvios y las colmenas se
apilaban en el suelo.
Echó
mano de la petaca y se alejó colina arriba para sentarse en el prado. Al poco
apareció corriendo, procedente de la casa de los Malaspina, el pequeño
Joaquinito. Joaquinito tendría cinco años, era el menor de los hijos de Alfredo
Malaspina, el médico del pueblo. Los Malaspina vivían en la casa que estaba al
otro lado de la colina junto a la alameda del Río Guadalix.
Como
de costumbre, el niño se sentó frente a él sin mediar palabra, no demasiado
cerca, como a tres o cuatro metros de Eusebio. El chiquillo tenía algún tipo de
problema que Eusebio desconocía, solo sabía que no le gustaba que lo tocaran y
que aún no hablaba. Sin embargo, el pibe era muy observador y tenía cierta
predilección por Eusebio.
Eusebio
había cogido la costumbre de aceptar su presencia y de intentar mantener cierto
tipo de comunicación con Joaquinito. Siempre terminaba contándole al chiquillo
alguna historia.
Estaba
saboreando el primer trago de aguardiente cuando observó como Joaquinito ponía
toda su atención en un hormiguero próximo al árbol más cercano.
Entonces
a Eusebio le vino a la memoria un recuerdo de su más tierna infancia, unos
hechos que conformaron su carácter y su pasión por la Naturaleza. Ordenó un
poco sus recuerdos y sin previo aviso comenzó a narrar sus recuerdos;
¿Sabes
Joaquinito?, yo debía de tener no más de dos años. Estaba sentado una mañana en
el jardín de mi casa, mientras mi mamá preparaba el almuerzo, cuando descubrí
por primera vez a las hormigas. Sin saber el motivo fijé la mirada en el
movimiento de las hormigas, en su ordenada hilera. El tránsito era incesante,
ordenado, ágil.
Cientos
de aquellos diminutos animales desempeñando su tarea de forma coordinada y
armoniosa. Unos portando alimento, otras materiales de construcción, otras
parecían dar órdenes, otras simplemente se detenían, friccionaban sus antenas
unas con otras y después continuaban con frenesí su camino.
Seguí
con la vista la hilera de hormigas. Descubrí que a una decena de metros en una
pequeña elevación, en un rincón del jardín se encontraba el hormiguero. Varios
caminos partían y llegaban hasta él.
Decidí
acercarme hasta allí y sentarme cerca. Alrededor de la entrada había
amontonados diferentes tipos de arena, pequeñas piedras, semillas de diferente
forma, pequeños palitos y algún insecto muerto y un grupo de pequeños animales
blanquecinos, parecidos a pulgas pero blancas.
En
la entrada había un grupo de hormigas grandes, con unas tenazas
desproporcionadas para el tamaño de su cuerpo. El resto de las hormigas
entraban y salían del hormiguero tras recibir la orden con un rápido movimiento
de patas y antenas. En ocasiones, aquellas feroces hormigas grandes denegaban
el acceso a alguna hormiga. La rechazaban a empujones.
Aquella
mañana había llovido y aún olía a tierra mojada y se podía apreciar las gotas
de rocío sobre el césped, sin embargo hacía calor.
Tomé
un pequeño palo y acerqué un extremo a la entrada. De inmediato, las hormigas
guardianas intentaron hacerse con el palito, se aferraban, mordían y sacudían
la cabeza. Cuando lo solté, apartaron el palo con premura de la entrada. Tras
dar unas órdenes, un grupo de hormigas salió del hormiguero y transportaron el
palo hasta sacarlo del medio del tránsito.
Aún
me quedaba algo de mi merienda, tomé unos trozos de galleta y los fui colocando
en sitios estratégicos. En medio del camino, en la entrada, debajo de alguna
piedra o en medio de un pequeño charco. Era increíble cómo se organizaban para
hacerse con la comida. La primera que lo detectaba iba en busca de dos o tres
hormigas. Tras recibir la información, una regresaba al hormiguero y las otras
dos acompañaban a la descubridora del botín. Mientras, el resto de las hormigas
seguían con su tarea previa. Al rato aparecía una cuadrilla de hormigas que
tras hacerse con los pedazos de galleta los troceaban y porteaban al
hormiguero. En la entrada, nuevamente las guardianas supervisaban la carga y
daban instrucciones para llevarla al interior del hormiguero.
En
un determinado momento, algo cambió en la entrada del hormiguero. Las hormigas
guardianas comenzaron a desviar el tránsito hacia pequeños accesos que estaban
detrás de la entrada principal, como si quisieran despejar el área principal.
Entonces comenzaron a salir del hormiguero unas hormigas grandes, diferentes a
las demás, con alas. Se agolpaban alrededor de la entrada, a los pocos minutos
comenzaron a volar y a alejarse del hormiguero en diferentes direcciones.
Al
rato apareció un pequeño ciempiés cerca de uno de los caminos del hormiguero. Lo
que sucedió a continuación debió ser lo más parecido a una guerra de
insectos.
Las
hormigas cambiaron sus itinerarios dejando libre los caminos, rodeando en torno
al ciempiés. Hicieron presencia lo que debía ser el ejército o la
policía-hormiga. Rodearon al ciempiés y se dispusieron a atacar. Las primeras
hormigas sucumbieron a las mandíbulas del ciempiés, hasta que poco a poco
fueron reduciendo su movilidad y acorralándolo. Atraparon al insecto pata por
pata, y después atacaron la cabeza del animal. Minutos más tarde, estaban
despedazando al bicho. ¿Podrían hacer lo mismo con el hámster de mi hermano,
con el perro del vecino o incluso conmigo? Fueron realmente feroces y
despiadadas.
Yo
estaba anonadado contemplando aquel minucioso espectáculo natural. Prestaba
atención a todos los detalles, el movimiento de antenas, patas y abdómenes, la
minuciosidad en los trabajos era asombroso. Entonces noté como se acercaban
unas pisadas en el césped, era mi madre. Venía a recogerme, era el momento del
almuerzo.
De camino a la ducha, de mano de mi
amorosa madre pensé, que tan curioso era el comportamiento de los adultos,
siempre tan atareados con su orden, sus horarios, sus responsabilidades, sus
tareas domésticas, sus citas, sus preocupaciones, sus reuniones sociales, ...
A todas estas ya me encontraba
desnudo dentro de la ducha, recibiendo ese primer desagradable chorro de agua a
veces muy fría, en otras ocasiones demasiado caliente. Por eso odiaba
ducharme.
Pensé de nuevo. Los adultos deberían
observar más y hacer menos, se aprende mucho observando. Ellos creen que lo
saben todo, actúan como si lo supieran.
Luego pensé, espero que mañana no llueva
y que mi madre no decida ir al supermercado, así podré salir al jardín para
llevar comida a las hormigas o quizá pueda cazar algún ciempiés para
ellas.
Así fue como comencé a desarrollar mi
interés por la Naturaleza, por las plantas y los animales. Además, fue esa
experiencia la que marcó y determinó mi profesión. Por eso ahora me dedico a
las abejas.
Durante todo el rato que Eusebio
estuvo contando la historia sobre las hormigas Joaquinito parecía no prestarle
la mínima atención al relato. El chiquillo seguía ensimismado observando a las
hormigas.
Eusebio, ya en silencio, tomaba un
segundo sorbo de su petaca mientras observaba desde la distancia al pibe.
Entonces Joaquinito se acercó con
algo en las manos. Al llegar hasta Eusebio abrió levemente las manos y le
mostró su contenido a Eusebio.
¡Ahaaaaaaa!
– exclamó Eusebio – un ciempiés.
Joaquinito mostraba una
amplia sonrisa que dejaba entrever los espacios vacíos dejados por los dientes
perdidos en los últimos meses, depositó al ciempiés de nuevo en el suelo y se
incorporó. Entonces, Joaquinito tomó de la mano a Eusebio y tiró de él para que
se levantara. Sin saber muy bien las intenciones del pibe se incorporó y lo
siguió.
Aquella reacción sorprendió a
Eusebio, según tenía entendido, Joaquinito no se dejaba tocar salvo por su
madre y mucho menos tomaba la iniciativa de tocar a nadie salvo a su madre.
El chiquillo se encaminó colina abajo
en dirección a la camioneta de Eusebio.
Por alguna razón, mientras descendía
de la colina siguiendo los pasos de Joaquinito, Eusebio se preguntó a sí mismo
que hubiese sucedido si Elisa no hubiese fallecido hace ya treinta y tres años.
Eusebio y Elisa se casaron a los seis
meses de conocerse y se quedaron embarazados enseguida. Sin embargo, el destino
es tan maravilloso como macabro y quiso que Elisa y su esperada y amada hija
fallecieran por complicaciones del parto.
Seguía cavilando sobre su familia,
haciendo hipótesis sobre cómo podrían haber sido sus vidas si los hados del
destino les hubiesen dado más tiempo juntos y más hijos cuando llegaron junto a
la camioneta.
Eusebio
no estaba muy seguro de si era buena idea mantener al chiquillo cerca de las
colmenas, aunque conocía bien a sus abejas no quería exponerse a riesgos
innecesarios.
El chiquillo soltó su mano y se
acercó hasta los aperos de Eusebio, tomando en sus manos el ahumador. Se giró y
se lo mostró. De manera innata entendió que quería saber que era;
Eso es el ahumador. En ocasiones
ayuda a calmar a las abejas. A mí no me gusta usarlo, prefiero que las abejas
dicten el quehacer de cada día. Ellas saben mejor que nadie que es necesario hacer
en cada momento. Quien necesita calmarse la mayor de las ocasiones son las
personas, no las abejas.
Ambos repitieron el mismo proceder
con los diferentes artilugios y utensilios propios de la apicultura. Las pinzas
para extraer los panales, los raspadores para retirar la cera, las cajas de
trasportar, etc. Uno lo tomaba en las manos y lo mostraba y el otro intentaba
dar una explicación acorde a las circunstancias.
Después Joaquinito hizo algo muy extraño y que a Eusebio le pareció a priori una temeridad, es más, estuvo a punto de impedírselo, pero alguna extraña circunstancia lo mantuvo callado e inerte. El niño se acercó hasta la zona donde estaban las colmenas, el zumbido de las abejas creaban un halo musical en torno a la escena. Fue directo a la colmena que tenía más actividad en aquel momento, primero se mantuvo unos instantes a un par de metros, como si observara o quisiera escuchar algo. Al poco se fue acercando más, pausada y armoniosamente.
El instinto de adulto experimentado en la materia de Eusebio quiso intervenir, pero la propia contemplación de la escena ejercía sobre él un poder inmovilizador.
Cuando ya estaba muy cerca, justo en frente de la ranura que las abejas utilizaban para entrar y salir de la colmena, Joaquinito puso su mano sobre la colmena, provocando un comportamiento en la colmena que Eusebio jamás había observado antes. En sus comienzos como apicultor había escuchado algunas historias sobre cosas parecidas, pero nunca creyó en ellas, siempre supuso que eran habladurías.
Un gran enjambre de abejas salió súbitamente de la colmena, creando una gran nube zumbadora en torno al niño, a Eusebio aquel comportamiento apícola le recordaba el vuelo sincronizado de los estorninos. Se desplazaban por el aire creando olas, formas y sombras que aparecían y desaparecían a cada momento. La mano del niño seguía apoyada en la colmena y el niño continuaba absorto en su tarea.
Entonces la reina de la colmena salió
pausada y ceremoniosamente hasta colocarse en el centro del dorso de la mano
que Joaquinito mantenía apoyada en la caja de madera. De inmediato, un gran
cúmulo de abejas se abalanzó sobre la mano, cubriéndola por completo.
Comenzaron entonces las abejas a describir unos movimientos pulsátiles, como si
de un corazón bombeando sangre se tratara. El resto de las abejas que se
mantenían alrededor en vuelo fueron descendiendo hasta quedarse todas apoyadas
en el suelo, sobre las flores, apoyadas en los trocos de los árboles o sobre la
propia camioneta de Eusebio como si cayeran en un trance.
Eusebio continuaba paralizado y
boquiabierto.
Joaquinito acercó su cara a las
abejas que cubrían su mano y comenzó a soplar sutilmente sobre ellas, como si
silbara muy suavemente. Poco a poco las abejas fueron retomando el vuelo, y
cuando su mano quedó del todo descubierta la abeja reina danzó durante unos
minutos en la mano del niño. Era como si hiciera una danza ritual y exclusiva
para su pequeño amigo, luego se encaminó
nuevamente a sus aposentos en el interior de la colmena.
El niño regresó hasta Eusebio con la
misma tranquilidad y parsimonia con la que había ido. Como de costumbre, no
dijo nada.
Eusebio no salía de su asombro, de la
mano del niño goteaba lenta y cálidamente un delicado hilo dorado de miel que
Joaquinito se encargaba de recoger con la otra mano. Se lo mostró a Eusebio
antes de llevárselo a una boca sonriente que mostraba de nuevo los espacios
libres de los dientes perdidos en el último verano.
Después se encaminó, como de
costumbre, colina arriba hacia su casa. Mientras Eusebio intentaba digerir los
acontecimientos que acababa de contemplar.
Le llevó casi una hora volver retomar
su actividad, no salía de su asombro y no comprendía que podía significar todo
aquello. El resto de la jornada se respiró un ambiente de extremada calma en
torno a las colmenas. Ya caía el sol cuando Eusebio se subió a su camioneta y
regresó a su casa.
Dos días después, Eusebio, tras
desayunar, se puso en marcha para supervisar sus colmenas. Al llegar aparcó
donde siempre y descargó las cajas donde se llevaría la recolección de panales.
Estaba en medio de sus preparativos
cuando oyó a lo lejos la voz de un niño, la voz no le resultaba conocida. Al
poco también escuchó la voz de un hombre adulto, esta si la pudo reconocer, era
el Doctor Malaspina. Ambos descendían la colina con una luminosa expresión en
el rostro.
Al llegar Alfredo Malaspina se
adelantó a decir sin cambiar su jovial expresión;
Don Eusebio Quintanar creo que
usted y yo deberíamos hablar.
Eusebio no pudo vocalizar palabra,
solo pudo seguir con la vista al pequeño Joaquinito que ya se dirigía, con aire
desenfadado y hablando solo, a las colmenas.
Eusebio, no sé qué sucedió
anteayer aquí, Joaquín dice que las abejas le enseñaron a hablar. Supongo que
usted tendrá alguna explicación para todo esto. No me malinterprete, pasara lo
que pasara le estamos eternamente agradecidos, pero me gustaría entender que ha
cambiado a mi hijo.
Eusebio Quintanar no
tenía respuestas adultas ni lógicas, es más, tenía las mismas incógnitas que el
Doctor Malaspina. Así que solo pudo dar aquella respuesta;
El hilo dorado de Anthophila
conoce la proporción de las flores, comprende la matemática de los pétalos y
sabe de la fisiología de los pistilos. De la misma manera, conecta con las
personas que se detienen a contemplar esa sabiduría. Esos saberes escapan al
entendimiento de los adultos, pues solo la observación armoniosa de la
Naturaleza te enseña el quehacer apropiado a cada momento. Joaquinito parece
que lo comprendió muy rápido.
ISIDRO M. SOSA RAMOS
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