LA MIEL INALTERABLE

Se abrió la puerta y apareció un doctor con cara de circunstancias. Ingrid no quiso ver la realidad impresa en el rostro del médico.

Srta. Pessoa, lamento comunicarle que, a pesar de haber hecho todo lo que estaba en nuestras manos, no hemos podido evitar la muerte de su madre. Mi más sentido pésame.

El doctor hizo una pequeña pausa, como si quisiera darle un instante para digerir la noticia, antes de continuar;

Ahora, si me disculpa, he de seguir con mis responsabilidades.

Ella permaneció allí, de pie, en el pasillo de urgencias en medio del trajín típico de los grandes hospitales, sin saber cómo reaccionar. Intentaba no desfallecer.

Su mente la había trasladado, haciendo un ejercicio de equilibrio emocional, a su más tierna infancia. A aquellos días, en los que sentada en los escalones de la Praia de Pipa mirando a ese horizonte que prometía un futuro mejor, Leonora cepillaba su melena con la delicadeza que solo una madre es capaz de dar a los rebeldes rizos de una hija.

Entonces, de repente, un movimiento brusco y un fuerte golpe en el abdomen la trajo de vuelta, algo dentro de ella la hizo regresar súbitamente a la realidad.

Louis se movía inquieto en su vientre, como entendiendo la situación que vivía su madre.

Ingrid se cogió el vientre con una mano y deslizó la otra por la pared hasta palpar el respaldo de los asientos. Consiguió sentarse, se sentía extremadamente débil, navegaba entre el shock emocional y la fatiga propia de sus casi ocho meses de embarazo.

Cariño, estoy triste y asustada. Tu abuela ya no está con nosotros, me siento perdida. Necesito llorar, desahogarme de tanta pena. Pero no te preocupes, sé que estás ahí y quiero que me entiendas. Acompañándome, acompañándote. Como siempre.

Su voz, dulce, contrastaba con la devastación que notaba en aquel momento.

Eso también se lo había enseñado Leonora. La mejor manera de hablar con tus hijos es como si confiaras ciegamente en ellos, sin medias verdades, sin ocultar información para no dañar, sin crear falsas realidades ni fantasías. Transmitiendo con la mayor honestidad y sencillez posible la realidad y los sentimientos.

Se incorporó y se acercó al mostrador de urgencias. Una de las auxiliares le explicó todo el papeleo y los trámites a realizar. Ingrid escuchaba toda la explicación como si estuviera sumida en medio de un sueño.

Leonora e Ingrid Pessoa se habían trasladado a Europa hacía ya casi veinte años, tras un arduo proceso diplomático. Gracias a los acuerdos bilaterales de doble nacionalidad entre Brasil y España, siendo el abuelo de Leonora de origen gallego, ella se pudo acoger a la nueva legislación y adoptar la nacionalidad española.

Teóricamente, con aquello debía abrirse para ellas un nuevo océano de oportunidades, siendo el primer paso trasladar su residencia a su nuevo país.

No fue sencillo conseguir el dinero para el traslado, sin embargo, comparado con lo que pasarían después, una vez allí, fue coser y cantar. Los primeros años Leonora se deslomó, literalmente, trabajando. Aunque recibía la ayuda de algunas organizaciones no gubernamentales y de la asociación de mujeres migrantes de la ciudad, Leonora tenía que compaginar dos precarios trabajos para poder sacar adelante a la familia. En esos trabajos hipotecó también su salud. Así la artritis, la diabetes y el agotamiento la fueron consumiendo poco a poco.

A pesar de todas las dificultades, Leonora consiguió que la pequeña Ingrid terminara primero los estudios obligatorios y después la Universidad. Graduándose en Bellas Artes.

Si por algo sentía orgullo Leonora era por el coraje y entrega de su hija.

Cuando Ingrid consiguió, tras el acabar el Master en Ilustración Digital, su primer trabajo decente convenció a Leonora para que dejara de trabajar. Para entonces, Leonora ya tenía una salud de cartulina.

Ingrid volvió a sentir los movimientos de Louis cuando estaba ya sentada en el taxi, de regreso a casa. Ambos estaban cansados y hambrientos, especialmente Louis. Demandaba con sus movimientos que su madre pusiera la atención en la vida que estaba por venir.

Ingrid se preparó una ensalada y un zumo de papaya. Aunque el olor de la papaya siempre le generaba náuseas se lo tomó, con parsimonia y obstinación. Lo hacía por una única razón, Leonora siempre le decía que la papaya era buena para el reflujo gástrico. Evitar reflujos con náuseas se dijo a sí misma, no pudo sino sonreír y llorar al mismo tiempo.

Cayó rendida en la cama. Despertó a la mañana siguiente. Aún somnolienta, miró la hora.

Mierda, es tardísimo – exclamó –. 

Se sentía exhausta y acababa de despertar. Sin el efecto compresivo de una vejiga repleta y un bebé que ya pasaba los tres kilos, podría haber continuado durmiendo otras doce horas – pensó –. 

Desde el principio ella sabía que era un niño, aunque siempre había descartado que su ginecóloga se lo confirmara. Se decía a sí misma que siendo un niño no tendría que pasar por todas las penurias que vive una mujer. Cada vez que se repetía aquello, sentía un puntito de envidia y resentimiento hacia los hombres. Su sueño más íntimo fue siempre encontrar un compañero, uno de verdad, alguien que te acompañe y apoye en la vida, sin embargo, nunca tuvo suerte con los hombres. Quién se supone que tendría que haber hecho las labores de padre nunca estuvo, y por otro lado, ella desconocía la identidad del padre de Louis lo que descartaba, a priori, tener un compañero en su maternidad.

Sí, puede resultar extraño, pero esas cosas pasan, Ingrid no conocía quién era el padre de Louis.

Se dio una ducha y llamó a la funeraria para concretar la cremación.

Pasaron los días y las semanas, Ingrid se sentía culpable. Cada día que pasaba, un poco más. La carcomía un remordimiento sin el menor sentido. A pesar de haber perdido a su madre tan recientemente, ella se sentía volcada en los procesos de la vida.

Su embarazo y su trabajo la mantenían alejada del duelo que supuestamente tendría que estar pasando. En absoluto tenía ánimo para hacer vida social, aquellas semanas vivió un autoaislamiento. En el trabajo, teniendo el estudio de ilustración en casa, apenas tenía contactos. A base de videollamada, mails y chats lo solucionaba todo. Sin embargo, estaba entregada a cuidarse y a cuidar de Louis.

Lo más importante era que todo saliera bien en los días venideros. El parto se aproximaba. Por alguna razón, la Naturaleza había apartado a Leonora de su pensamiento.

Solo las visitas de Emma rompían la espartana cotidianidad que se había impuesto.

Emma e Ingrid se habían conocido en la Universidad. Emma se había decantado por seguir la tradición familiar y estudió Arquitectura. Eran uña y carne y sin embargo eran como el día y la noche. Complementarias y opuestas.

Emma era un par de años mayor que Ingrid, pero seguía soltera y sin compromiso a la vista. Social, amiga de sus amigas, extrovertida, deportista y entregada de lleno a demostrar a su padre que era digna heredera para ostentar en el futuro la dirección de Mínguez & Asociados, Proyectos Arquitectónicos S.A.

Desde que se enteró del fallecimiento de Eleonora, Emma estaba pendiente de Ingrid constantemente. Ingrid se sentía un poco agobiada con la actitud de su amiga, pero apreciaba profundamente sus cuidados y su amor incondicional.

La mañana del miércoles catorce de abril, a los treinta días exactos de la muerte de Leonora, Ingrid se despertó especialmente activa, era como si el dios de la adrenalina se hubiese apoderado de ella. Iba y venía del estudio de ilustración a la cocina, del baño al tendedero de la terraza, empezaba a ordenar la ropa en el armario y de repente dejaba la tarea a medio hacer. No entendía su comportamiento.

Además, Louis estaba extrañamente tranquilo.

Entonces todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Una sensación caliente recorriendo la entrepierna, un corazón al galope, una llamada a Emma, las primeras contracciones, Emma entrando como un torbellino en el apartamento, la vecina mirando como bajaban las escaleras desde el quinto piso (ya saben, los edificios antiguos a veces carecen de ascensor), risas nerviosas, acelerones, contracciones, frenazos, más contracciones, Emma maldiciendo el tráfico de las ciudades y por fin la clínica.

A las cuatro de la tarde Ingrid y Louis ya estaba en planta, recibiendo los excitados cuidados de Emma. Ingrid tenía la mirada perdida, mirando por la ventana.

¿Cariño, estás bien? – preguntó Emma –

Las lágrimas de Ingrid comenzaron a brotar como si hubiese brotado un manantial en su cara,

Estoy bien, inmensamente feliz. Lo que sucede es que es el primer instante desde que incineré a mi madre en que la recuerdo, el primer momento en la que la echo de menos. Me parece tan egoísta por mi parte. Es como si la hubiese apartado de mí, especialmente en este momento, y eso me hace sentir mal. ¿Me entiendes?

Ingrid, sabes que yo no entiendo mucho de maternidad, pero te conozco y conocía a tu madre. Sé la relación que tenías con ella. Por eso te puedo asegurar que lo que estás diciendo carece del mínimo fundamento. Además, mira esta hermosura. Esta creación es tanto obra tuya como de tu madre. Ella está aquí, en ti y en Louis.
Aunque no te dijera nada en las últimas cuatro semanas, sabía que estabas un poco jodida con el asunto. Por eso he traído unos versos de una mujer para leérselos a Louis.
Presta mucha atención Louis – dijo Emma –. 

Comenzó a recitar en su perfecto francés;

La miel inalterable del fondo de cada cosa
está hecha de nuestros deseos, remordimientos, dolores
el alambique eterno donde el tiempo recompone
las lágrimas de los vivos y la piedad de los muertos.
Idénticos efectos germinan de una causa;
la misma nota vibra a través de mil acordes,
no se separa el perfume de la rosa
ni yo separo el alma de tu cuerpo.
El universo nos reprende por lo poco que fuimos,
vos no sabrás jamás que mis lágrimas te aman;
yo olvidaré cada día cuánto te he amado.
Pero la muerte nos aguarda para mecernos;
y como un niño acurrucado entre tus brazos cerrados,
escucho latir el corazón de la vida perdurable.

                                                                                                    Marguerite Yourcenar

Tras los versos se hizo el silencio. Ingrid y Emma se miraban a los ojos conteniendo ambas las lágrimas mientras, yo, Louis Pessoa, nieta de Leonora, hija de Ingrid y ahijada de Emma Mínguez enmarcaba la primera sonrisa en mis labios.

En ocasiones las cosas no son lo que parecen ser, a veces las expectativas no se cumplen, incluso a veces se gana perdiendo y se pierde ganando. La maternidad siempre será la máxima expresión de las enseñanzas en este camino que llamamos vida, pues, los invisibles vínculos que el nacimiento establece entre madre e hijos son el árbol de donde mana el fruto del amor incondicional y el coraje. Son la miel inalterable que endulza los vínculos.

                                                                                                    ISIDRO M. SOSA RAMOS

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