LA QUÍMICA DE LA ECUANIMIDAD


Eran los últimos días de abril y soplaba el alisio. Y esa corriente de aire húmedo procedente del océano le daba una bienvenida anhelada durante años. 

Desde el puente de mando hicieron resonar la sirena cuatro veces, anunciando la entrada del ferry en el puerto. Esteban de La Cruz comprobó nuevamente, de manera mecánica la hora, tomando su reloj del bolsillo izquierdo de su chaleco. Era la quinta vez que repetía de manera autómata el mismo movimiento, sentía de manera patente su nerviosismo, pero se había jurado un millón de veces mantener la calma. Era la única forma de tener el valor y las hechuras para acometer aquella tarea que tanto lo había atormentado en sus años de destierro. 

Ni perdono, ni olvido, se repetía constantemente.

Estaba asomado en la cubierta de proa del pasaje de segunda clase. Se escuchaba con claridad los pasos y el ajetreo en la cubierta superior, la de primera clase, donde señoritos y señoritas hacían teclear sus tacones y sus bastones contra el maderamen de la cubierta. 

Su procedencia humilde y las humillaciones vividas en el pasado le hacían mantener un enconado rencor hacia la clase pudiente, la de señoritos y caballeros. No es que no fuera consciente de que existían buenas y malas personas independientemente de su clase social o poder adquisitivo, era una cuestión de orgullo proletario, un desdén intencionado. Gobierno del pueblo y para el pueblo, y todas esas doctrinas democráticas quebrantadas en el pasado por todo el país. Al menos eso creía él.

Mientras el buque se adentraba parsimonioso en el interior del muelle, él se dedicaba a contemplar el perfil de las montañas que aparecían inmediatamente detrás de la ciudad. Las mismas sierras que en su momento le sirvieron de escondite, las mismas en las que fraguó su huida.

Las maniobras de atraque se demoraban, pues las dimensiones de aquel buque no eran en absoluto convencionales. La arribada del transatlántico había levantado una gran expectación entre los isleños que se agolpaban en las dársenas para maravillarse con tan magno e inusual espectáculo.

Una vez atracados pudo observar que la ciudad, al menos la parte que daba a la Alameda y al Cabildo Insular, apenas había cambiado en sus treinta y un años de ausencia.

Descendiendo por la pasarela contempló a una pareja de la Policía Armada al pie de las escalinatas, obviamente nadie podría reconocerlo. Disponiendo de una nueva identidad y tras tantos años era meramente imposible, pero no pudo evitar que se le agitara el pulso.

Tomó un taxi y a los pocos minutos estaba junto a la entrada del Hotel Mencey, el más moderno y emblemático hotel de la capital. Estaba ubicado en el antiguo barrio de Los Hoteles, ahora denominado de Las Mimosas. Aquella zona se había transformado en una zona residencial para las clases más acomodadas. Le parecía increíble cómo se había expandido la ciudad, ascendiendo las construcciones por las laderas donde antes solo había plataneras.

Aunque le costara un dineral, había decidido alojarse en el mejor hotel de la ciudad, sería la mejor manera de pasar desapercibido. Mimetizarse en el mismo entorno donde pensaba encontrar al primero de los convidados a sus particulares citas.

Tras registrarse, y dejar su equipaje en la habitación, bajo al bar-terraza para disfrutar de un buen puro y un coñac. Quería codearse con aquellos indeseables, hacerse pasar por uno de ellos. Observar e imitar sus maneras.

Los días siguientes los dedicó a dejarse ver por la isla, leyendo y tomando café en el García Sanabria, visitando el Puerto de La Cruz, estratégicas idas y venidas a los bancos, paseos por La Laguna y entrevistas, sin ningún interés real y muy bien simuladas, con algunos comerciantes. Todo para hacerse pasar por un turista con algunos intereses en invertir capital en la isla.

Aprovechó toda esa pantomima para comenzar a localizar las personas que había venido a buscar.

Tras unos días se topó, casi por casualidad, con la primera pieza a ajustar.

La primera vez que vio a Miguel Regalado Plasencia, iba camino de la Capitanía General, desde que terminó la contienda Miguel Regalado Plasencia había ido subiendo en el escalafón. Era un militar que no llegaba a mediocre, pero los servicios prestados durante el alzamiento y las buenas relaciones de su familia con el Régimen hicieron sencillo los ascensos que por carrera y mérito militar jamás hubiesen llegado. Muy bien trajeado con su pulcro uniforme, saludaba a uno y otro lado como si fuera un presidente.

Estudió sus maneras, costumbres. Dedicó tiempo de sobra, como si un predador contemplara a su presa disfrutando del destino que tenía en mente para ella.

Fue fácil para Esteban encontrar su punto débil, las prostitutas y el alcohol. Al fin y al cabo las cosas no cambian demasiado con el paso de los años, pensó. Cada segunda tarde visitaba una casa terrera del barrio de Salamanca, cada una de las noches salía tarde de allí.

El miércoles dieciséis de mayo fue el día elegido. Tomando previamente las precauciones oportunas, dejándose ver por la recepción y dando las buenas noches al personal se retiró a su habitación para luego salir sin ser visto. Se encaminó a aquella casa nuevamente, sabía que en la casa solo vivía la meretriz que visitaba Regalado. Entró a la casa por el patio trasero, ascendiendo a la azotea y bajando por la escalera del cuarto de pileta.

Si podía evitarlo no le haría daño a la meretriz, solo si podía evitarlo.

Aguardó oculto en la escalera hasta que se dejaron de oír los gemidos, daba la impresión qué se habían quedado dormidos. Se deslizó escaleras abajo cuando oyó unos pasos descalzos que abandonaban la alcoba. Pegó el cuerpo todo lo que pudo a la esquina que daba al pasillo, contempló entonces a la mujer dirigirse al baño.

La siguió con sigilo. Cuando ella quiso reaccionar, el paño con formol ya tapaba su boca y nariz. El líquido hizo su trabajo a la perfección. Cayó inconsciente sin chistar.

El mismo procedimiento sirvió para anestesiar al ya de por sí embriagado Miguel Regalado que, dormitando boca arriba, poco pudo hacer para defenderse.

Trasladó el cuerpo de la mujer de nuevo hasta dormitorio y la acostó junto a Regalado. A ella le suministró un coctel de ansiolíticos y sedantes Z que, con toda probabilidad, le generarían al día siguiente un estado de confusión y amnesia. Al amanecer no recordaría nada de su encuentro en el baño y, de paso, salvaría el pellejo.

Para Regalado tenía reservado un viaje sin retorno. 

Sabiendo de su alcoholismo y su intolerancia al paracetamol le suministró una disolución acuosa de cloroformo y dextropropoxifeno que lo mandarían a criar malvas durante las horas de sueño. Limpio y seguro. Dejar un poco de cocaína sobre la mesilla de noche llevaría a cualquier intrépido investigador local a una pronta y esclarecedora causa de la muerte y ,de paso, el erario público se ahorraría una autopsia. 

Aquella madrugada, tras regresar al hotel y sin pasar por la recepción, La Cruz durmió con la satisfacción del trabajo bien hecho.

Los días siguientes retomó su ficticia agenda, visitó algunos terrenos en Arico y estuvo de visita turística en Las Cañadas. En el Parador Nacional solicitó información sobre grupos de senderismo y montañismo, con la única intención de que lo remitieran a su, anteriormente ya localizada, siguiente víctima.

Eduardo Montalván Quintero era profesor titular de geomorfología en la Universidad de La Laguna, en sus tiempos mozos había formado parte de la JONS. Además de su actividad docente y su militancia política conservadora, tenía como pasatiempo gastar suela de bota haciendo senderismo. Organizaba actividades en las que servía de guía a grupos de estudiantes o turistas interesados en la geología.

Con la primavera ya muy avanzada, tras un año seco y sin apenas precipitaciones, la climatología daba pie a las primeras ascensiones al Teide. Fue sencillo para Esteban de La Cruz contactar con la secretaría del Rectorado y apuntarse a una de las ascensiones.

El último viernes de mayo ascendieron hasta el Refugio de Altavista donde el variopinto grupo de turistas y estudiantes pasarían la noche con la intención de madrugar para ver amanecer en el pico del Teide. Dedicaron la tarde a ascender sin prisas, realizando sucesivas paradas en las que el Profesor Montalván pudo explayarse en explicaciones, datos y detalles. Sintiéndose el centro de atención, especialmente de las jovencitas, como siempre le había gustado.

A la mañana siguiente se levantaron con el tiempo justo para salir, sin embargo,  La Cruz tuvo tiempo de preparar un termo de café.

Durante la ascensión tuvieron que hacer algunas paradas, pues la mayoría de las personas del grupo no estaban acostumbradas a aquella altitud y el mal de altura hizo algunos estragos entre los participantes.

En una de aquellas paradas, La Cruz sacó su termo y, teniendo la precaución de que el profesor lo observara, se tomó uno. Montalván no pudo resistirse a la tentación y le pidió compartir el oscuro y cálido líquido.

Muy cortés, La Cruz se giró para descargar su mochila y servirle un café, sin azúcar y con una dosis letal de digitalis, a su demandante. Montalván frunció el ceño ante el amargo sabor del café, pero no se percató de nada más. La Cruz, mostrándose muy cortés, se disculpó diciendo que había olvidado el azúcar.

Cuando comenzaban el descenso, tras ver amanecer, el profesor comenzó a sentirse indispuesto. Mareado y con náuseas, realmente extrañado, pensó que la altura también le comenzaba a afectar. No habían llegado de nuevo al refugio cuando tras trastabillar ostensiblemente cayó desplomado. Los intentos por reanimarlo fueron infructuosos. Para el resto del grupo, la ascensión al Teide pasaría a la posteridad como el día que el profesor Montalván murió de un infarto bajando del Pico del Teide.

Tras finalizar la primera parte de su cometido,  La Cruz se tomó unos días de descanso bien merecido. La mitad de su tarea estaba resuelta con éxito.

A principios de junio se trasladó hasta La Gomera. Viaje baldío, pensó él, al enterarse de que Don Eladio Contreras Mencio había fallecido dos semanas atrás en un accidente de tráfico, cuando su vehículo perdió los frenos descendiendo hacia Hermígua. Lástima no haber podido entregarle personalmente mi regalo de despedida, pensó La Cruz. Aun así, decidió pasar unos días en la isla colombina y disfrutar de su monteverde.

Había dejado para el final su encuentro con Emiliano Borges Martín. Emiliano fue el cabecilla del requeté que a principios del verano de 1938 sacó a su padre a culatazos y en calzoncillos de su humilde casa. Después de disfrutar humillándolo delante de sus tres hijos y su mujer, lo ejecutó de un tiro en la nuca, según él, por leer libros que propiciaban el anarquismo. No dándose por satisfecho tiempo después, habiendo ya La Cruz abandonado la isla, se había ensañado con inquina violando a su hermana mayor. Luisa, no habiéndose podido reponer a la vergüenza, se suicidó semanas después de aquel dramático evento, tirándose por los riscos del Andén Verde.

Borges era un bruto y un paleto que, tras la guerra, había hecho fortuna en el sur de Gran Canaria. Se benefició de la expansión turística de Maspalomas y de haber sido agraciado, en su momento y de mano del Conde de La Vega Grande, con algunas fanegadas de terreno en los límites de las dunas. A finales de los sesenta su economía personal se catapultó de forma extraordinaria. Ahora seguía siendo el mismo paleto, pero ya viejo y con mucho dinero.

Estuvo casado, infelizmente, con María Encarnación Expósito. Ella había fallecido tres años atrás. Desde antes de su matrimonio mantenía otra relación con Adelina Mesa del Rosario, con la que tenía cuatro hijos no reconocidos, pero a los que mantenía y visitaba religiosamente. Desde el fallecimiento de su esposa vivía solo, en su bonito chalet del Campo Internacional junto al campo de golf.

Para Borges, La Cruz había reservado algo especial.

La Cruz aterrizó, procedente de Los Rodeos, en el aeropuerto de Gando el segundo miércoles de junio, alquiló un coche y puso rumbo a Playa del Inglés, se registró en el hotel Riu Palace y se tomó el día libre paseando por las dunas y tomando el sol.

Al día siguiente se acercó hasta las oficinas que Borges Real State tenían en el Centro Comercial Cita. Espero su turno y se informó sobre los precios de varios terrenos y propiedades que tenían a la venta. Después se quedó al acecho, y tomando su almuerzo, esperó a localizar a Borges. No tenía muchos datos sobre él, pero sabía que conducía dos Mercedes 500 SEC idénticos, uno gris y otro azul marino.

A media tarde, el muy canalla hizo acto de presencia. Estuvo un par de horas en la oficina y después volvió a salir. La Cruz lo siguió el resto de aquella tarde. Una visita a un comercio en San Agustín, parada para el vermut con un amigo en el bar piscina del Hotel Parque Tropical, visita a unos apartamentos en construcción en San Fernando y luego cena de negocios en el Real Campo de Golf. Cerca de la medianoche ambos se adentraban, en sus respectivos coches, en las calles desiertas y poco iluminadas del Campo Internacional.

La Cruz aparcó en la calle colindante y siguió a pie al Mercedes 500 SEC, apretando el paso, para alcanzar a tiempo la verja de la entrada al jardín que daba paso al garaje.

Cuando Borges quiso reaccionar tenía el cañón de la Beretta de Esteban apoyado sobre su columna vertebral.

Ni pestañees, a la mínima estupidez te dejo seco. Cierra el garaje y entremos en tu casa – dijo Esteban –

Ambos entraron a la casa, cruzando la puerta que, desde el interior del garaje, daba a las escaleras de acceso a la primera planta. Cruzaron el pasillo hasta llegar al salón comedor, atravesaron unas grandes cristaleras y llegaron a un bonito y cuidado jardín.

La Cruz ordenó a Borges que se sentara en una de las sillas y, en el momento que éste se disponía a decir algo, le inyectó una dosis de Propofol. Cuando Borges recobró la conciencia estaba atado, de pies y manos, a la silla con cinta de embalaje. En la boca tenía embutido un paño de cocina que casi le bajaba por la garganta.

Seguro que un tipo como tu guarda dinero en casa, todo ese dinero negro que no puedes declarar ni ingresar en el banco, ¿verdad?

Borges asintió acongojado con la cabeza mientras apuntaba con los ojos hacia la chimenea.

Bien – dijo Esteban – esta parte la vamos a hacer sencilla. En este blog vas a anotar las instrucciones para encontrar la pasta.

En la nota que redactó, con dificultad y mala letra, Borges se podía leer: “La pared del interior de la chimenea es falsa, puedes abrirla presionándola. La combinación de la caja fuerte es 48 – 12 – 36 – 77 – 53. La llave está en la cocina, dentro del bote del café”.

Dentro de la caja fuerte había alrededor de dos millones y medio de pesetas en billetes de mil, en fajos nuevos. También había Letras del Tesoro de España, Alemania y EE. UU., cuatro lingotes de oro de un kilo y una bolsita de piel con algunos diamantes.

Parece que no te ha ido mal durante estos años Borges – ironizó Esteban –, pero eso no tiene la menor importancia y tampoco es el motivo de mi visita. Para ponerte en contexto te diré mi nombre, el de mi hermana y el de mi padre, seguro que de esa manera te ubicas. Yo soy, hoy en día, Esteban de La Cruz, pero eso no te dirá nada. Sin embargo, si te digo Emilio Cardenal Parra y Luisa Cardenal Gutiérrez seguro que recuerdas.

Tras unos instantes dubitativos los ojos de Borges expresaron su clarividencia.

Ves, sabía que te acordarías de mi familia. Yo soy el chiquillo al que golpeaste con la pinga de buey en la cabeza, después de dispararle a mi padre. Aún tengo la cicatriz en la cabeza y en el alma. Tranquilo hombre, que no va a hacer falta que confieses ni que pidas perdón. Todo está claro y tu sentencia dictada.

¿Sabes lo que es la toxina botulínica? - preguntó La Cruz -

La cara de Borges, mitad extrañeza y mitad miedo ayudó a La Cruz a continuar;

No te preocupes, yo te explico. Verás, es una neurotoxina que sintetiza una bacteria, la Clostridium botulinum. Para que te hagas una idea, la cantidad que hay en este minúsculo frasquito que tengo en la mano es suficiente para matar a cien hombres. Me gustaría poder contarte que tu muerte será rápida e indolora, pero me temo que no será así. Te generará, de manera progresiva, espasmos bastante dolorosos por todo el cuerpo hasta que comience a afectarte en el diafragma. Entonces, comenzarás a asfixiarte lenta y dolorosamente. Así acabarán tus días revolviéndote entre espasmos, notando como se te acaba el aire.

Sin mediar más diálogo, y mientras el pánico se ilustraba en el rostro de Borges, La Cruz administró la primera de las tres dosis de neurotoxina. Durante el proceso en absoluto disfrutó, tampoco hubo el menor atisbo de duda o compasión en él. Simplemente contempló con calma el tormento que afligía a Borges. En silencio, sin emoción.

Al cabo de casi cuatro horas, y dos dosis más de toxina, el cuerpo ya sin vida de Borges era liberado de sus ataduras por Esteban, dejándolo allí sentado con la cabeza caída sobre el pecho. Limpió con minuciosidad la habitación y salió por el jardín cerrando con cuidado al salir. Se llevó consigo el dinero, los diamantes y los lingotes de oro. Quemando en la chimenea el resto del contenido de la caja fuerte. Eso daría que pensar a los investigadores, pensó con sarcasmo.

Se sentó en el coche y suspiró. La venganza estaba servida, aunque solo fuera por cumplir el juramento que se había hecho aquella otra madrugada de mil novecientos cuarenta cuando en la cubierta de otro barco, éste clandestino, perjuró en volver para vengar a su familia.

No sentía ni alivio ni culpa. Simplemente había cumplido su palabra.

Aún disponía de tiempo antes de regresar al aeropuerto. Se propuso hacer tres visitas más. 

Tras hacerse con dos ramos de rosas blancas fue hasta el Mirador del Balcón donde, tras contemplar el Andén Verde y rememorar a su hermana, lanzó al vacío uno de los ramos. Después recaló en el Cementerio de Tenoya, donde depositó el segundo ramo junto a la lápida de su madre. 

Por último hizo un alto en la playa de Las Canteras. Se quitó la ropa y, tomando los lingotes, fue nadando hasta la barra. Desde allí lanzó los lingotes a mar abierto. Tras secarse y vestirse, se encaminó hacia el aeropuerto con la intención de tomar el primer vuelo que saliera de la isla con dirección a Europa. En el trayecto por la autopista del Sur, aún de buena mañana, fue dejando caer los billetes por la ventanilla del coche.

Estando ya en el avión que lo sacaría de la isla, sentado en su asiento de primera clase, miró por la ventanilla mientras jugueteaba con la bolsa de piel que contenía los diamantes entre las manos.

Se despidió para siempre de su tierra y de su pesar. En ese instante pensó que, a falta de justicia, buena era la ecuanimidad en los actos y la justa recompensa.

                                                                                          ISIDRO M. SOSA RAMOS

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