LETRAS EN LA CABAÑA DE ÜNSPRUNG
"Los Dioses nos envidian.
Lo hacen porque nosotros somos mortales,
porque cualquier momento vivido puede ser el último.
Todo es
más hermoso, porque vivir es estar condenados.
Nunca serás más hermosa de lo que eres
ahora.
Nunca estaremos aquí de nuevo”
Manfred
escribía aquellas líneas de la Ilíada para terminar la carta dirigida a
Claire. Dentro de su afán por la literatura, impulsados por el amor que
compartían, incluso sabiendo que se veían prácticamente a diario, habían tomado
por costumbre escribirse cartas. A veces, de manera furtiva se las dejaban
mutuamente por debajo de la puerta, otras las intercambiaban cuando se cruzaban
por la calle.
Su
romance ya pedía boda, pero todos los planes habían sido pospuestos hasta que
acabara aquella infame contienda.
Era
muy temprano, aún no había aclarado el día. Manfred cerraba el sobre cuando los
sonidos procedentes de la calle lo sacaron de su ensimismamiento, dejó las
gafas sobre el escritorio y se asomó con precaución por la ventana. Observaba a
través de los cristales de la ventana, guarecido aún tras el vaho creado por el
relente de la noche.
Un
camión y un sidecar acababan de detener sus motores en el centro de la plaza.
Descendían del cajón una docena de soldados de la Wehrmacht, mientras que del
sidecar bajaba un oficial. Botas relucientes de piel negra, le llegaban casi
hasta las rodillas, uniforme impoluto, coronado en el cuello de la camisa con
la Eisernes Kreuz, mirada fría como del color del hielo de los glaciares, muy
rubio y engominado. Su mano apoyada en la funda abierta, agarrando la
empuñadura de su Walter P38.
Solo
se oían los pasos apresurados de la milicia sobre los adoquines.
Eran
tiempos extremadamente convulsos, la incertidumbre y el miedo hacía tiempo que
se habían adueñado de la apacible vida en Riquewihr, mejor dicho, se habían
apoderado de toda Europa, pensó Manfred.
Los soldados fueron directos al Mairie, aún
estaba cerrado. No se anduvieron con contemplaciones, literalmente echaron la
puerta abajo. A los pocos minutos los archivos municipales, papeles y carpetas
salían volando por las ventanas como si fueran mariposas mutiladas.
Manfred
seguía agazapado en la ventana, no sabía qué hacer, pero no dejaba de pensar en
Claire.
Aquellos
escuadrones eran imprevisibles, no era la primera vez que hacían súbito acto de
presencia en el pueblo. Tampoco era la primera vez que terminaban llevándose a
alguien. Ese alguien nunca regresaba.
Al
menos, pensó Manfred, ella vive en las afueras del pueblo, donde comienza el
bosque. Eso la mantenía débilmente a salvo o al menos le daría la opción de
huir si las circunstancias lo requerían.
Pensando
en Claire, regresaron a su memoria las reflexiones de Simone Weil que habían
leído juntos unos días atrás, en una de sus tantas escaramuzas
poético-amorosas.
“Nada es más bello, maravilloso, perpetuamente
nuevo,
perpetuamente sorprendente, cargado con una dulce
y continua
emoción como el bien.
Nada es tan desértico, sombrío, monótono y aburrido
como el mal.
Ello es así para el bien y el mal auténtico.
Para el bien y el mal ficticios, están en una relación inversa.
El bien ficticio es aburrido y soso.
El mal ficticio es variado, interesante, atrayente, profundo”
Por
unos instantes sonrió entre dientes. La realidad se muestra paradójica, pensó.
Para él, Claire era, a la vez, la representación del bien auténtico y del mal
ficticio. No porque Claire albergara algún tipo de mal, no era eso. Simplemente
Claire albergaba dentro de sí todas las características que Weil enumeraba en
su descripción del bien auténtico y del mal ficticio. Por eso Claire le
resultaba tan hermosa y atrayente.
Sumido
en esos instantes de éxtasis de recuerdos, permanecía ausente de los hechos que
acaecían en la plaza.
Monsieur
Brandiers, Maire de Riquewirh, y toda su familia estaban delante del oficial,
aún en pijamas, ateridos por el frío y sobrecogidos por el miedo.
Brandiers
tenía el rostro desencajado por el miedo, hablaba mientras la pistola del
oficial mantenía su cañón dentro del oído de su hija menor.
El
oficial parecía tomar nota de las palabras de Brandiers.
En
aquel momento salió Manfred de su obnubilación. Mientras seguía hablando
Brandiers señalaba con la mano derecha, y de manera consecutiva, en distintas
direcciones.
Cuando
quiso reaccionar una pareja de la Wehrmacht iba en dirección al edificio donde
él ocupaba el ático.
Se
sucedieron los gritos, los golpes en las puertas y el sonido de apresurados
pasos en las escaleras, mientras el pánico se iba apoderando de él. Pensó en
empuñar el pequeño revolver que guardaba en el cajón y defenderse, pero optó
por sacarlo del cajón y arrojarlo por la ventana del dormitorio que daba
directo al patio.
Cuando
quiso acercarse a la puerta, esta se abrió de súbito contra su cara, el golpe
lo lanzó hacia atrás cayendo contra la silla del escritorio. Intentaba
incorporarse cuando recibió el impacto de un culatazo directamente sobre la
nariz.
Entonces
se sucedió un periodo de tiempo donde solo recuerda despertar, preguntas sin
sentido, solicitud de nombres, recibir más golpes y volver a perder la
conciencia. No hubiese podido concretar cuantas veces sucedió aquello.
Cuando
finalmente despertó, y no se repitió aquel macabro círculo vicioso, se sentía
fuertemente conmocionado, la cabeza le martilleaba con un dolor sordo y
pulsátil, sentía una densa sensación de rigidez en la nuca y apenas podía ver
por el ojo derecho. Su ojo era un saco hinchado de sangre y tenía la sensación
de que los músculos de su globo ocular habían perdido la movilidad, o peor,
temía haber perdido el ojo. El resto del cuerpo era lo más parecido al calvario
de Cristo, hematomas, contusiones, cortes y un infinito dolor recorrían todo su
ser.
Intentó
recapitular. Las últimas tres noches habían deparado un súbito despertar, una
huida precipitada, fallida y un sinfín de golpes, torturas y humillaciones.
Se
abrió la puerta del lugar donde lo tenían retenido, apareció un enorme teutón
uniformado exclamando, ¡Steh auf!, ¡Steh auf!.
Cuando
logró entender era demasiado tarde, otro culatazo le hizo perder el sentido.
Cuando
despertó tenía los ojos vendados. Por los resoplidos y llantos se sabía
acompañado en el cajón del Hispano Suiza T 69, motor diésel de la casa húngara
Ganz. No cabía la menor duda, lo había reparado decenas de veces, su sonido era
inconfundible.
Nadie
abría la boca. Entre el miedo que flotaba en el ambiente y la molienda de palos
que llevaban entre todos, nadie tenía ánimo ni agallas para resollar. Reinaba
el temor y la represión.
Lo
peor no era saberse en la senda al patíbulo, no, en su cabeza reinaba el
tormento del amor. Su alma lloraba desconsolada. Pensaba en Claire, no sabía si
a ella también se la habían llevado, desconocía su suerte. A qué clase de
tormentos podría estar expuesta, se preguntaba sin respuesta.
Busca
coraje, busca la luz - se repetía a sí mismo en silencio –.
Centró
sus recuerdos en la reconfortante y lejana sensación de saber que habían pasado
el último fin de semana juntos en la cabaña de Unsprung. El tacto de su piel,
el suave olor de su melena, su sonrisa perenne, su mirada franca, sus palabras
siempre reconfortantes se mezclaban con versos, lecturas y más versos.
Una ola de querella y bravía lo invadió por momentos.
Tengo que escapar como sea y
tiene que ser ahora - se dijo –.
Notó
como, en ese mismo momento, el camión disminuía la velocidad y empezó a notar
el traqueteo de los ejes sobre los adoquines de un puente.
Tenía
las manos atadas, pero sabía que enfrente de él iba uno de los malnacidos que
lo habían apresado y también que estaba sentado junto al portón.
Ahora o nunca - se dijo -.
Cerró los puños e impulsó con todas sus fuerzas su cuerpo
hacia donde suponía que estaba su captor, con la esperanza de atinar el golpe a
la primera, no habría segunda oportunidad.
Solo
notó un crujido en su mano derecha y un alarido de dolor. Sin apenas haber
terminado el movimiento se giró hacia el portón, puso su pie derecho sobre el
mismo y cogiéndose fuertemente a la carrocería se impulsó hacia el vacío con
la esperanza de no reventarse en la caída, bien contra el mismo puente o contra
las grandes piedras de granito del cauce del río. Contuvo la respiración y
apretó las carnes.
El
salto fue eterno, aunque solo duró un instante. Tuvo la fortuna de caer sobre
mojado, aún no había comenzado la primavera y el cauce llevaba abundante y
gélida agua. El contacto del agua casi le corta la respiración.
El
convoy tardó unos segundos en detenerse, tiempo necesario y suficiente para ser
arrastrado cauce abajo por la corriente, disimulado entre las sombras que
bosque proyectaba sobre el cauce del río. Pudo sentir los disparos de los
Gewehr 41 y de los MP 35 chapotear en el agua, pero ese ya no era el peligro
inminente.
A
duras penas consiguió mantenerse a flote, el copioso caudal lo arrastraba sin
control y no conseguía zafarse las manos. Cuando estaba a punto de claudicar
alcanzó a aferrarse a una de las rocas. Salió aterido del agua, temía caer
inconsciente por la hipotermia. Se despojó de la ropa, y desnudo, solo calzado
con las botas comenzó a correr atravesando los viñedos que llegaban colina
arriba hasta adentrarse en el bosque.
Corrió
hasta perder el aliento. Cuando finalmente no pudo más, se detuvo, envuelto por
la excitación, el cansancio y el miedo, y se dejó caer en el suelo. Empotrado
en la base de uno de los árboles, hecho un ovillo, comenzó a llorar
desconsoladamente. Un gemido triste y descarnado, que intentaba ahogar para no
delatarse, surgió de su garganta. Se sentía roto, no ya en las carnes, sentía
que le habían roto el alma. Solo pensaba en la suerte de Claire.
La
suerte aún le sonrió levemente, eso pensó cuando halló un cobertizo en medio de
la espesura. En él encontró algo de ropa raída y maloliente, pero abrigaba, se
dijo a sí mismo.
Los
días de huída y miedo se sucedieron uno tras otro, oculto en el bosque
intentando dar con alguno de los grupos de partisanos que sabía se escondían en
las montañas de Ballons des Vosgues. No comulgaba con ellos y tampoco sabía si
con ellos estaría a salvo, aun así, era su única opción. No podía regresar al
pueblo.
Él
era un hombre de motores y letras, no de armas. Sin embargo, en más de una
ocasión, se reprochaba a sí mismo, en silencio, su carencia de espíritu por la
lucha armada.
Era
temprano, aún clareaba y la serranía parecía en calma. Terminaba de recoger el
catre improvisado al cobijo de unas rocas, cuando el sonido seco de un impacto
y las esquirlas de granito en su cara lo sacaron repentinamente de su letanía.
Quiso reaccionar y se incorporó para huir, no hubo tiempo, el segundo impacto
no lo oyó. Notó como entró por su espalda y le cortó la respiración, lanzándolo
de bruces contra el suelo. Inmóvil, paralizado, percibió el sabor a herrumbre
de su propia sangre. Manaba de su boca la sangre, espesa y cálida, ahogándolo
pausadamente.
En
ese momento creyó ver a Claire.
Ella
apareció ante él saliendo de entre los árboles, se agachó lentamente con una
amplia y calmada sonrisa, mirándolo dulcemente. Acarició su pelo, atenuando así
su agonía. Disfrutando el tacto de su mano amada cerró un instante los ojos,
solo un instante se dijo, un breve momento antes de continuar juntos la huída.
Oía
como se acercaban los pasos de sus asesinos, pero eso no le importó.
No temas, estoy esperándote al otro lado –
oyó decir a ella –
A continuación la voz de Claire comenzó a narrar
para él unos versos de Oscar Wilde;
“Lejos de la injusticia
del mundo y su dolor,
descansa al fin bajo el
velo azul de Dios:
arrebatado a la vida
cuando la vida y amor eran nuevos,
el mártir más joven yace
aquí,
justo cuál Sebastián y
tan temprano muerto …”
Manfred
nunca más abrió los ojos, nunca más se separó de Claire.
ISIDRO M. SOSA RAMOS
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