SARPEDÓN Y LA VOLUNTAD DE LOS PRIMARIOS

 

Nix y Scotos, los Primarios, observaban desde las alturas con desazón. Sentían una impotencia desmedida, pues muy en contra de sus expectativas divinas, los humanos eran más estúpidos de lo previsto.

Aquellos seres, a priori su creación más próxima a la perfección, habían terminado pareciéndose al resto de la descendencia que habían procreado con anterioridad. Los humanos se mostraban tan ambiciosos, temerosos y vengativos como Cloto, Láquesis, Átropos, Rea, Cronos, Dione, Lípara, Egle, Tártaro, Brontes, Arges, Tifón, Campe y el resto de su prole. Uno tras otro, todos,  semidioses, titanes y humanos, cayeron en la liviana confrontación generada por el ego y la envidia.

Por si fuera poco, su intento por gestionar tan divino caos, con la creación de Fobos y Deimos, dio con un mayor desorden. Se instauró en los humanos la hegemonía de los instintos más básicos, desembocando en una lucha encarnizada entre la hermandad de herederos de los Primarios.

Depositando toda su confianza en aquella estirpe, durante eones los dioses se habían afanado en encontrar la forma de mostrarle a los humanos el camino al Olimpo. Dieron forma a su existencia entregándoles dos conceptos básicos que representaban las dos mitades del tiempo terrenal, los denominaron vida y muerte. Su intencionalidad divina era que los humanos apreciaran la dinámica sagrada, el cambio perpetuo que hacía posible la vida eterna. Sin embargo, el entendimiento mortal solo llegaba a comprender que aferrarse a la vida era todo lo aspirable. Tal fue su obsesión que comenzaron a llamarse a sí mismos con el sustantivo del ciclo al que temían, los humanos adoptaron el nombre, y con ello dieron el primer paso para limitar sus existencias, de mortales.

Los divinos progenitores, asumiendo su falta de comprensión de la lógica humana, y para que pudieran al fin apreciar los cuatro procesos divinos; vivir la muerte, morir la vida, morir la muerte y experimentar la vida, dieron nombre a sus cuatro procesos vitales; crecimiento, madurez, degeneración y creación. Además, dispusieron cada etapa de manera que encuadraran en la lógica humana.

Para que pudieran apreciar todo su potencial colocaron primero la etapa de crecimiento, de esa manera, y utilizando los sentidos y la percepción captarían la magia del desarrollo. En segundo lugar colocaron la madurez, una etapa reflexiva y calmada donde poder conectar con el equilibrio y la armonía universal. Al estar después de la etapa expansiva, habiendo conocido todo su poder, los humanos podrían liberarse de la euforia y la ambición. En tercer lugar transitarían por la degeneración, un proceso de desapego, de renuncia de lo conocido. Esa etapa que, a modo de vértice, permitiría mutar de la expansión a la retracción, perpetuando la dinámica universal y con ello la existencia de los hombres y mujeres. Como toda lógica divina conocía, en el final se alberga el principio, por ese motivo colocaron la creación como la última de las fases, como la máxima expresión del ciclo divino.

No obstante, toda la buena fe de los dioses se fue al traste. Aquellas criaturas, lejos de entender la trascendencia de los cuatro procesos, siguieron ahogándose en su propia existencia, sufriendo en vida, en una huida constante, fracasada de inicio para evitar la muerte.

Era evidente que el entendimiento entre Dioses Primarios y humanos se mantenía lejos de materializarse, era un canal tan impropio como estéril.

Nix y Scotos no se dieron por vencidos, querían ceder el trono de Las Delicias a la estirpe humana. Descendieron por el Averno y atravesaron el Inframundo, retirándose a lo más profundo del Tártaro. Desalojando de allí a los Titanes y héroes penitentes para poder sumirse en una hibernación reflexiva.

Fruto de aquel sosiego los Primarios engendraron un nuevo hito para los humanos. Comprendieron que el ciclo humano, conformado por la polaridad de muerte y vida, establecido en las cuatro estaciones vitales, era insuficiente, pues creaba en sus descendientes una perspectiva temporal acotada, conclusa en la muerte.

Deseaban transformar el ciclo vital humano en algo más extenso, en un proceso que permitiera vivir y morir más de una vez, un tránsito en cada una de esas etapas lo suficientemente intenso y significativo para que pudieran saborear y apreciar todas las virtudes de cada fase.

Transformaron cada uno de los tránsitos en una vida y conectaron cada una de las vidas de tal forma que casa ser humano viviera cuatro generaciones, manteniendo intactas su conciencia y recuerdo.

Lo más importante era encontrar al elegido para poner a prueba tan magnífica metamorfosis.

Pensaron en Edipo, Heracles, Orfeo, Layo, Filóctenes o Eneas, pero todos estaban demasiado encumbrados, demasiado divinos, poco humanos. Los héroes y semidioses se autocomplacían en su virtuosismo, eran hedonistas, pecando de codicia y celo, usando la muerte del prójimo y hermano, buceando en los deseos y placeres hasta convertirlos en meros vicios.

Oyeron hablar del coraje y lealtad de Sarpedón, portador de la armadura de bronce, descendiente de Belerofonte, hijo de Leodemia, amante de Mileto y camarada de los Cilios. Un mortal con sus filias y sus fobias, emotivo y débil a los sentimientos, sin embargo, mesurado y cabal. Él era el elegido.

Dieron orden explícita a la Tétrada del Destino. Keres y Tanatos dispondrían las circunstancias para que Patroclo pusiera fin a la vida de Sarpedón en batalla honorable, otorgándole así al elegido un nuevo inicio en la tetravida. Hipnos trasladaría el cuerpo inerte del agraciado primogénito hasta el Tártaro y allí Eros lo dotaría de lúcida alma.

Nix y Scotos dispusieron para Sarpedón cuatro existencias consecutivas, encadenadas en generaciones. Las denominaron Keresia, Thanatia, Erosia e Hipnosia, haciendo garantes de cada una de las generaciones al portador de su nombre.

Los Primarios limpiaron la mente de Sarpedón de todo recuerdo emocional, disiparon sus temores, borraron sus sentimientos pasados. No obstante, Sarpedón conservaba su empírica, su experiencia. Recordaba lo que conocía y todo lo que había experimentado, más libre de toda carga emocional, o al menos, en eso se esmeraron sus padres.

Keresia era la generación del conflicto, la etapa donde se conocía la guerra, en la cual se derramaba la sangre propia y ajena. En aquella existencia se desarrollaba el odio y la ira, se sufría la traición, se experimentaba la venganza y el arrepentimiento, padeciendo el dolor del cuerpo y del espíritu o resumiendo, como los Primarios decían, se vivía la muerte.

Una vez vivenciado todos los tipos de padeceres, se atravesaba la generación de la muerte de la existencia, Thanatia. Era un páramo desolado y árido, donde no se aspiraba a nada, solo a la llegada del fin último. Allí ya no se experimentaba sufrimiento, no existían acontecimientos para experimentar, nada de placeres. Era un proceso sin emoción ni dolor, ya no se portaba sentimiento de pérdida, la respiración era calmada y consciente, el pensamiento no vagaba ni al pasado ni al futuro. Era el vértice geográfico y temporal de la aceptación. Allí se sucedían las muertes, violentas, por inanición, de mera vejez, creada por los diferentes tipos de podredumbre de la carne o acaecida por la pérdida de la razón. Todo para entender que a cada muerte sigue una nueva vida, comprender que el término y el inicio son una misma cosa.

El aglutinante entre Keresia y Thanatia, es la vida en Erosia. Hasta entonces los humanos había creído fielmente que no existía otra congruencia posible, el amor solo era viable durante la vida, aunque esta fuera también lugar de la calamidad. Sin embargo, para la lógica primaria, el reino de Eros, el nexo entre las dos primeras existencias se debía experimentar a continuación y no entre las mismas. Sarpedón debía aprender que la nada generó el Uno, del Uno afloró el Dos y que el Tres solo surgía de la unión entre el Uno y el Dos. Los humanos no podrían nunca elevar su conciencia y trascender al amor puro sin fusionar los instintos destructivos y la aceptación del término de la existencia.

Por ese motivo Sarpedón acometió su existencia en Erosia solo cuando traspaso los límites del miedo terrenal. En Erosia, se entregó a todas las apariciones del amor, que no es más que uno manifestado en todos los seres, en todo lo que existe. No Solo en apreciar las diferentes manifestaciones del amor entre humanos, también hacia las demás manifestaciones de la vida, incluso apreciando y velando el amor en lo aparentemente inerte, sin diferenciar entre lo accesible y lejano. Incluso amando lo no perceptible.

Por último, Sarpedón, el elegido para ejemplificar y guiar a sus congéneres y descendientes, más allá de la limitada percepción de los autoproclamados mortales, debía transitar la vida en Hipnotia.

Hipnotia era la vida en el mundo de los sueños, la generación onírica donde se experimentaba todo el potencial del Olimpo, pues albergaba el engendro de la fantasía. De la vida en Hipnotia se desgajaban las artes: pintura, escritura, escultura, arquitectura, todos los ingenios mecánicos habidos y por haber, la matemática y la aritmética; los mitos y leyendas, los ángeles y demonios; la realidad y la ficción, la magia y la medicina. Hipnotia y el tránsito en el sueño perenne a lo largo de una vida hacían florecer la inventiva y la imaginación, el verdadero don de los Primarios.

Así, Sarpedón, durante cuatro largas y prolíficas existencias experimentó todo lo experimentable, se despojó de todo lo renunciable, amo todo lo abarcable y creo todo lo posible e improbable. Recorriendo todos los senderos de Morfeo, navegando los mares del conocimiento de Gnotios, surcando los aires de la barbarie en el firmamento de Júpiter y caminando los florecientes pastos de amor divino de Isis.

Los Primarios creyeron atisbar su descanso, más, como ya apuntaran ellos mismos, la comprensión de los mortales escapa incluso a los mismísimos Nix y Scotos. Ambos carecían de la luz que sacara de las penumbras a las criaturas humanas, pero no fueron capaces de vislumbrarlo hasta aquel mismo instante, y cuando lo hicieron fue tarde. No pudieron proteger a los mortales de su propia imperfecta esencia.

Sarpedón se encontraba disfrutando de su creación cuasi perfecta, ciertamente limítrofe a lo que debía ser el Eliseo o el Campo de Las Delicias. Paseaba por suaves colinas, plagadas de flores y árboles de frutos voluptuosos. Colinas que descendían suaves, tranzando sinuosos valles, marcando el camino de cristalinas aguas de manantial que desembocaban en doradas playas. En aquellas costas, iluminadas del sol vespertino, jugueteaban plácidos doncellas y donceles, refrescaban sus gargantas ilustres oradores, conocedores de toda la sabiduría de la madre natura. Poetas y trovadores volcaban al aire de la matina sus versos y acordes, sumiendo el momento en la rima y en una tersa melodía.

En aquellos instantes, donde parecía residir la perfección anhelada, todo llegó a su fin, o quizá, a pesar de los pesares de los Primarios, a un nuevo principio.

Sarpedón observaba a su alrededor, como la balanza ecuánime encontraba su sitio en Hipnosia. Se detuvo, mientras se fundía con el espíritu de una laboriosa abeja que recolectaba néctar de las flores de un magnífico almendro, percibía la armonía y delicadeza desde el cuerpo de la apis. A los ojos de Sarpedón, y encarnado en sí mismo, el hombre dejaba de ser un simple mortal y se erguía como un creador, como un omnipotente ser.

Desde las alturas, los Primarios llenaban sus pechos de orgullo, abriendo sus brazos para abarcar todo el poderío que ostentaban, iluminando el celeste con su radiante magnitud.

El brillo cegador llegó, reflejado en las escasas aguas de una charca, hasta los ojos de una avispa que se enfangaba, obteniendo limo para construir su nido. La vespula levantó la mirada, contemplando el ensimismamiento de los Primarios y del propio Sarpedón. Sin comprender los motivos que provocaban tal fascinación por la labor de la abeja, y sin asimilar el ostracismo de su encomiable tarea, se apoderó de ella un brote de envidia. Alzando el vuelo se dispuso a atacar a la melifica, a la que asesinó sin contemplaciones en medio de una némesis artrópoda.

La vivencia de tal cruel acción hizo rememorar en Sarpedón los aciagos días en los que, cuatro vidas atrás, Patroclo le quitó la vida en belicoso lance. Aquella evocación lo llenó de temor y angustia, volatilizando en instantes el laborioso fruto de su devenir.

Sin mediar palabra, temeroso de que alguno de los donceles quisiera hacer con su destino lo mismo que la envidiosa avispa, tomó una cobriza horqueta que descansaba apoyada en uno de los almendros y, desbocado por el miedo y la furia, temiendo perder las gracias de las doncellas y los eruditos, corrió presto a acabar con sus competidores.

Los Primarios aullaban defraudados de sí mismos, alaridos que transformaban el celeste cielo en una lluvia desenfrenada, centellas surcaban el cielo enterrando con furia su luz en los campos, segando árboles y criaturas a la mitad. Mientras, Sarpedón se sumergía en el mar de sangre de los donceles, mientras huían despavoridas las damiselas y se sumían en quejidos lamentos los sabios.

Habiendo esperado largo tiempo para resarcir la ofensa recibida, Cíclope, las Moiras, los Titanes y Heracles se regodeaban, pletóricos en la revancha que tanto habían esperado, en el enésimo fracaso de los Primarios.

El Caos se apoderó de lo tan trabajosamente elaborado.

Los Primarios, sumidos en una profusa decepción, encerraron nuevamente a sus cuasi divinos descendientes en el Tártaro y condenando a los humanos a su mortalidad.

De esa manera, los descendientes de Sarpedón y su pléyade de doncellas, sabios y artistas, vagaron sin remisión por unos lares que en un tiempo fueron Tierra de las Delicias, ínsulas de las Hespérides y Campos Elíseos. Siendo obligados a labrar la tierra para encontrar sustento, viviendo temerosos de sus semejantes y quedando esclavos de sus sueños, único lugar donde podrían ser, cierta e infinitamente, omnipotentes y libres.

                                                                                             ISIDRO M. SOSA RAMOS

                                                                                            

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