LA IGNOMINIA DE LOS DIOSES PROPIOS



Aquellas sendas verdes trasportaban en su brisa los olores del arroyo y los chopos, la suave melodía de las amapolas y el color anaranjado de las mariposas monarca reflejado en el sol.

La calidez de las tardes del estío y la recolecta de las simientes resonaban en el trajín incesante de la vida, como Campos Elíseos rebosaban de animosidad y virtuosa algarabía.

La campiña unísona en un acompasado ritmo natural en el preludio del otoño.

Sin embargo, la melodía de la vida era ajena para ella, nada de toda aquella belleza aplacaba la soledad ya enfermiza de Martina. 

Vagaba a la vera del arroyo, un día sí y otro también, ciega a la belleza, insensible a la placidez de los buenos tiempos.

En ella no cabía lo positivo, ya no. No desde que Júpiter decidió no llegar a este mundo.

Un potente y perverso magnetismo se extendía, acaparándolo todo, en el mundo de Martina, la atrapaba como un poderoso imán atrapa las virutas metálicas dibujando cierto orden, pero a su antojo.

Sí, Júpiter. Nadie nunca llegó a entender la motivación y el sentido del nombre que había elegido para él, el elegido por el Cosmos para ser su primer hijo, el descendiente que nunca llegó, el retoño que le arrancó la simiente de su vientre al decidir navegar en la barca de Caronte antes de surcar el océano de los no nacidos.

Martina se odiaba a sí misma, pues ella odiaba a su hijo no nacido, y eso no podía perdonárselo a sí misma.

Júpiter, el no nacido, tenía más significado que nunca antes.

Su hijo infame, era como el planeta, era la exaltación de lo arcaico, la expresión de lo etéreo. Júpiter, su retoño no nacido, el vórtice inmisericorde de su infertilidad, como la gran mancha roja es la marca inquebrantable que hace único al planeta gaseoso.

Júpiter, la semilla del futuro feliz de Martina, era como el dios romano, padre de la luz y, por ende, creador de la sombra, de lo oscuro. El dios armonizador de la vida y de sus ciclos, el que acompasa con su presencia las estaciones y equilibra la noche con el día. Aquel que ausente desata el caos.

Llamado a ser el baluarte de la justicia de la lactancia y administrador del derecho divino de la maternidad.

Nadie, salvo Martina, alcanzaría jamás a aproximarse al significado de su no existencia. Nadie, nunca.

Esas eran las atormentadas reflexiones con las que se autoflagelaba Martina, la no madre de Júpiter. Ella se había abandonado, de la misma forma en la que Júpiter decidió marchar de su lado, sin acuse de despedida, sin razón tangible, sin tino juicioso para no ser.

Por eso nadie, nunca, podría comprender las motivaciones para nombrar a su descendiente perdido como sinónimo de justicia inconclusa, como metáfora de los ciclos vitales marchitos, incluso antes de florecer.

Martina, paradójicamente, antes de que Júpiter fuese engendrado, había sido un tipo de Minerva. Sí, aquella que fuera protectora de las artes, adalid de la sabiduría, creadora de las mil obras. Una mujer entregada a la inspiración artística.

Martina, en un tiempo ya remoto, estuvo dotada con la fertilidad artística. Pintaba, esculpía, estaba agraciada con una perspectiva inigualable, con unos ojos que captaban lo que nadie veía, podía moldear al hombre con el barro y hacer melodioso cualquier instrumento.

El clímax artístico de Martina vino acompañado de reconocimiento y éxito, y también trajo consigo a Leonardo.

Leonardo, la encarnación humana, al menos para Martina, de Cronos. Leonardo era como un titán, sí, era como si él descendiera de los propios dioses. Culto, elegante, entregado, varonil, poderoso. Se lo dio todo a Martina y se lo arrebato todo.

Fue fecundo y castrador, como si segara la simiente, cual guadaña cortando espigas a punto de madurar.

Su pecado no fue fecundar, y en absoluto tuvo nada que ver con la perdida de Júpiter, no, él estuvo del todo presente hasta que Júpiter decidió viajar en su particular barca de Caronte. Su traición hacia Martina fue desaparecer, su pecado fue abandonar a Martina cuando él era su única salvación.

Sí, como si fuera Cronos, el hijo parricida del dios Júpiter, desapareció en el trémulo tártaro una vez Júpiter, su hijo no nacido, trascendió más allá del limbo.

Con su desidia hacia Martina, Leonardo arrebató su espíritu, con su crueldad inconsciente extirpó todo indicio de vida de su interior.

Ahora Martina viaja en un universo ajeno, deseando desaparecer, camina acompañada de su eterna soledad, arrastrando un karma de dueño desconocido. Queriendo abandonar el mundo de los vivos, pero padeciendo la carestía de valor necesaria para empujarse a sí misma al vacío.

Martina ya no pertenecía al mundo de los vivos, pero aún carecía del desapego por la vida de los muertos. Vagaba por la rivera, envuelta por la sombra de chopos y álamos. 

Aquellos árboles mecidos a la brisa del estío no conseguían ahuyentar con el aleteo de sus ramas el mal fario de aquella mustia y lánguida alma.

Martina era víctima de los dioses propios, de aquellos dioses ignomines que cada uno de nosotros crea a base de culpa y arrepentimiento. 

Pronto llegaría el frio, le seguiría el crepitante hielo en el camino y la escarcha helaría sobre sus labios. Pronto los álamos dejarían de limpiar su desalentado espíritu. Pronto el nombre de Júpiter, el no nacido, ya no podría ser de nuevo pronunciado.

“Como elefantes en el fragor de la batalla,

 los dioses propios desconocen

 el poder que atesoran,

no saben que sus actos

son como patas de elefantes beligerantes.

Y así, a los pies de dioses propios

 y de elefantes en confrontación 

siempre se halla 

alguna alma en pena 

   y la sufrida hierba”.

                                                                 ISIDRO MANUEL SOSA RAMOS

Comentarios

Entradas populares de este blog

EL BANCO DE LA MAR INFINITA

GAIA

NO HAY EROS PARA EL AMOR ANÓNIMO