LA ÚLTIMA ROSA DEL VERANO
Las historias de amor no
siempre se consuman, es más, en ocasiones alguno de las personas implicadas
nunca llegan a tener constancia de su existencia, y menos aún, de su
trascendencia. Pero sobre todo, algunas veces lo que parece ser y lo que es solo se revela a los protagonistas, escapando a los ojos de los observadores.
Este fue el caso de una historia de amor inconcluso, un romance abortado antes de crearse, o al menos
eso creía yo. La kamikaze pasión de Hansel, la involuntaria incuria de Gretel.
Yo llevaba tiempo observando
a Hansel, me parecía un tipo peculiar. Lo veía casi a diario, apostado en algún
punto entre la parada del metro de Kirschplatz y el supermercado de Leipzinger Straße.
Siempre con la funda rígida de su violín a cuestas.
Aún hoy, cuando cierro los ojos, puede rememorar la primera vez que los acordes del violín de Hansel llegaron hasta mis oídos.
Hansel ejecutaba “The Last Rose of Summer”, del maestro Heinrich Wilhelm Ernst, y lo mejor, con una interpretación magistral.
No pude más que detenerme, junto a un nutrido grupo de usuarios del
metro, a deleitarme con aquel regalo.
Hasta el infame Niccoló Paganini hubiese disfrutado con la interpretación.
Las siguientes veces que me
lo encontré le presté más atención. Hansel rondaría los cincuenta, alto y
rubio, muy alemán. Mostraba una actitud calmada, parecía un tipo apaciguado.
Siempre envuelto en sus hábitos cuidadosamente estudiados. Me sorprendían sus
maneras y su porte, pues no encajaban en mi estereotipo de indigente. Demasiado
aseado, demasiado atento, demasiado cuidado. Pero dejemos de lado mis
prejuicios.
Hansel se había convertido en parte de mi paisaje urbano, sin quererlo, sus melodías era la banda sonora de
mis matinas de suburbano. Y como ser agradecido es de bien nacido, yo a veces
le dejaba unas monedas, otras veces le compraba un capuchino y un pedazo de
stollen en el take away. Incluso, me detenía un par de minutos a charlas de
banalidades cotidianas con él, ya saben, el tiempo, el futbol o la última
declaración pública de la Señora Merkel.
Aquella mañana, como
cualquier otra, se había colocado en la confluencia del túnel que conectaba los
dos andenes de la estación de Kirschplatz, se disponía a sacar su violín cuando
todo comenzó.
Me acercaba con el capuchino
en la mano, estaba aún a unos pocos metros de donde se encontraba él. Entonces Gretel
hizo su primera aparición fugaz y apresurada, supongo que, como la mayoría de
los usuarios del metro llegaba con el tiempo justo a algún lugar.
Hansel la vio pasar junto a
él, taconeando presurosa. Quedó prendado por su garbo al instante. La siguió con la mirada, completamente
paralizado, hasta que ella desapareció doblando la esquina, diluida en la
multitud. Cuando llegué hasta él pude atisbar su leve sonrisa y las chiribitas en
sus ojos, todavía salpicando.
Buenos días, Hansel. Una mujer elegante
¿verdad?
Buenos días. No es su elegancia lo que
me ha cautivado, es su aura. Está envuelta en una energía hermosa, como si
fuera el preludio de una sinfonía. Una nota mágica que se resiste a ser
interpretada, que es grandiosa aun cuando no encaja en la interpretación.
No supe muy bien a que se refería, pero
me sorprendió su transformación. Era como el rey pasmado frente a su venus.
Había perdido su compostura tranquila y ritual, era como un niño paralizado
frente a un escaparate viendo la bicicleta de sus sueños.
Sin embargo, como yo también era uno de
aquellos que llegaban tarde a algún lugar, decidí que debía continuar mi
camino. Dejé el vaso de cartón junto a la funda y me despedí.
No le di mayor importancia a
los acontecimientos hasta pasados unos días. Cuando me percaté de que Hansel
había cambiado sus hábitos, ahora solo tenía una posta y se hallaba en aquel
túnel de la línea U6. Desde aquel único encuentro, Hansel, cada mañana, se afanaba
en encontrar el rostro de Gretel en la boca del metro o identificar entre la
muchedumbre de piernas, el característico taconeo de Gretel. Pero ella no
regresó.
Como bien sabrán las
ausencias suelen ser bastante crueles, tienen un poder de erosión inaudito. La
espera infértil devasta al más estoico de los corazones.
Así sucedió con Hansel, la
combinación de espera y desespero fue menguando al violinista de Kirschplatz. A
medida que pasaban los días, las semanas, los meses, Hansel comenzaba a perder
toda esperanza de vislumbrar de nuevo su idílico amor. Yo observaba
como su ánimo se diluía, su música ya no sonaba igual. Era un hombre que se
marchitaba, lentamente, por desamor.
Con mi lastimosa actitud,
intentando darle conversación casi cada día no conseguía más que frustrarme yo
también. Por algún motivo desconocido, yo era incapaz de preguntarle nada. Me
hubiese gustado preguntarle si conocía a la mujer, infundirle ánimo o simplemente
mostrarle mi empatía por su desasosiego, sin embargo yo era un simple
observador de la decadencia de Hansel. Un transeúnte que le llevaba café con
bollos o le dejaba monedas o malgastaba algo de tiempo hablando de sandeces.
Terminé por sentirme un idiota incapaz.
El violín se convirtió en un
prisionero de su estuche, ya no salía a crear melodías, había perdido su canto
como un pájaro libre que pasa demasiado tiempo encerrado en una jaula. Hansel
dedicaba el tiempo a una espera interminable.
Había perdido su elegante
presencia, su traje dejo de mostrarse lustroso, una telaraña de desidia lo
envolvió por completo. Era la sombra de la sombra de lo que fue.
Comencé a distanciarme, de
una manera cobarde, casi infantil. Evitaba pasar cerca de él. Si presentía que
me había visto, disimulaba mirando el móvil o desviando la mirada. Quise
convertirme en alguien anónimo de nuevo, pero al seguir observando, desde la
distancia a Hansel, de alguna manera me encadené a él. Me convertí en esclavo espectador de su
decadencia.
Aquel aciago día, esperando
el metro de las ocho y quince lo vi, al final de la galería. Hansel, estando
sentado frente a la doble vía de la línea U6, en el lado de Espheim, con la
mirada perdida en la monótona sucesión de anuncios, sumido en la abstracción
que solo la tristeza es capaz de crear.
Entonces, como si alguna
poderosa fuerza se colara en su alma se incorporó, sus ojos brillaban de
entusiasmo. Busqué en la dirección en la que mantenía anclada su mirada y allí
estaba. Gretel.
Se incorporó, encaminándose
a donde ella esperaba el mismo metro que yo. Segundos después, antes de Hansel
alcanzarla, llego el convoy. Las personas se agolpaban alrededor de los accesos
al vagón, dificultando el avance de Hansel, mientras yo retrocedía para poder
contemplar lo que sucedía.
Justo en el momento en que
Hansel llegaba hasta Gretel, ella terminaba de acceder al repleto vagón. Gretel
se giró nuevamente hacia la entrada al tiempo que se agarraba a una de las
barras verticales. Se miraron fijamente, él alargó la mano con intención de
tocarla, pero antes de que lo consiguiera, y mientras las puertas comenzaban a
cerrarse, ella retrocedió de manera muy sutil, no para evitar el contacto, más
bien para crear una distancia emocional. Ninguno de los dos dijo nada, pero
mantuvieron fijas sus miradas, el uno en el otro. Por un momento me dio la
impresión de que se conocían, entiéndame bien, me pareció que existía algún
tipo de vínculo entre ellos.
Las puertas se cerraron por
completo, el metro se puso en marcha mientras ellos mantenían las miradas. El
convoy desapareció en la negrura del túnel. Hansel quedó como petrificado.
De nuevo me invadieron mis
ansias solidarias por hacer algo, y una vez más me quedé pasmado sin tomar
ninguna iniciativa. Abatido por mi frustración retrocedí un poco más, hasta
toparme con los bancos, donde me dejé caer. Allí sentado con los codos sobre
las rodillas, cabizbajo, perdí a Hansel de vista por unos instantes.
La gente comenzaba a
agolparse nuevamente en el arcén ante la inminente arribada del siguiente
metro.
Se comenzaron a escuchar
gritos, la gente se arremolinaba alrededor de la boca del túnel, en el momento
en el que una fuerte corriente de aire presagiaba la llegada inmediata del
tren.
No hubo tiempo para más, los
intentos de auxilio fueron vanos, la llegada del tren a la estación fue
precedida por el chirrido infructuoso de los frenos del convoy intentando para su
inercia de monstruo metálico.
Cuando atiné a llegar al
extremo de la estación me percaté de lo ocurrido. Tras la marcha de Gretel,
Hansel descendió al vial, comenzando a caminar en la dirección en la que se
aproximaba el metro. El claroscuro de la boca del túnel fue el aliado de Hansel
y el enemigo del chofer del convoy, dándole al primero los instantes que le arrebató
al otro para poder reaccionar. Cuando el tren comenzó a frenar, la cabecera del
tren ya había sesgado la vida de Hansel.
Petrificado, me debatía
entre la incredulidad y el horror, ¿Qué había empujado a Hansel a hacer algo
así?, y lo peor, ¿Cómo fui tan incapaz de predecirlo, o al menos, haberme
acercado a él cuando lo pensé?
El resto de esa jornada se
tornó eterna e improductiva, sentado en mi despacho, mirando por la ventana y
escuchando como un bucle “The Las Rose of the Summer” dentro de mi
cabeza. Todo acompañado con un sentimiento de culpa que me reconcomía por
dentro.
Seguía torturándome con mi
ineptitud, devanándome la cabeza con preguntas sin respuesta. Quizá encontrar a
Gretel me daría respuestas, pensé.
Ese pensamiento se fue
apoderando de mí, poco a poco, hasta convertirse en mi obsesión. Las siguientes
semanas acudí cada día a mi trayecto de metro con toda mi atención puesta en
encontrar a Gretel, como una maldición heredada, el karma a trascender. Mis responsabilidades pasaron a un
segundo término, posponiendo o dejando de realizar mis cometidos.
Sin saber el motivo, entré en una
espiral de abandono de mí mismo, de mi vida. Solo existía la búsqueda de
Gretel. Pasaba horas ausente, la mayor parte del tiempo sentado en cualquier
banco de la ciudad, en alguna parada de metro. La mirada perdida en las
siluetas de los transeúntes, en los sonidos de sus pasos, con aquella melodía
de violín repitiéndose una y otra vez dentro de mi cabeza.
Fue en una de esas paradas de metro
donde, milagrosamente, Gretel apareció de nuevo. Vi aparecer si inconfundible
figura en galería del andén, me incorporé y me aproximé entre la muchedumbre
agolpada alrededor de las puertas de acceso de los vagones.
Estaba a punto de alcanzarla ella
accedió al vagón, girándose hacia la entrada a la vez que asía su mano a una de
las barras verticales. Al levantar la mirada, sus ojos se encontraron con mis
ojos. Se entabló entre nosotros un diálogo sordo, como si existiera entre
nosotros algún tipo de vínculo, pero entiéndanme bien, como si tuviéramos algún
tipo de relación.
Alargué mi mano como si quisiera tocarla
y, entonces, ella alargó su mano como si quisiera coger mi mano. Las puertas
del vagón estaban a punto de cerrarse, cuando ella mostró entre sus dedos una
nota, un trozo de papel. Reaccioné en el momento justo para poder recogerlo de
entre sus dedos.
Me quedé paralizado, con la nota entre
mis manos y los ojos fijos en los ojos de Gretel, que desaparecían en el claroscuro
de la boca del túnel. Allí permanecí estático, no sabría decir cuánto tiempo.
Una intensa corriente de aire
recorriendo la galería, preludio de un nuevo tren llegó hasta mí, haciéndome
salir de mi éxtasis.
Miré la nota, doblada en cuatro. Tras
desplegarla pude leer;
“Amor mío, vuelve a casa. Nuestro amor sigue esperándonos”.
ISIDRO MANUEL SOSA RAMOS
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