CON LA LEY A CUESTAS
Como cada mañana antes de ir a la comisaria, Juan Miguel hacía sus
diez kilómetros de running. No, él no hacía jogging ni footing, cuando puedes
mantener un ritmo de cuatro minutos por kilómetro durante cuarenta minutos lo
que estás haciendo es correr.
Era un
hombre que había mamado la disciplina desde la cuna, es lo que tiene pertenecer
a una estirpe de servidores del orden, la disciplina es el pan nuestro de cada
día. Eso además había instaurado en Juan Miguel unas profundas creencias en
cuanto al deber y la rectitud en el desempeño de su trabajo, y digo trabajo
pues en la vida de Juan Miguel no había cabida para nada más. Juan Miguel y su
trabajo, Juan Miguel y su deber, Juan Miguel y la protección de la ley y el
orden, Juan Miguel y la policía. Juan Miguel era básica y exclusivamente un
policía. Su día a día, sus hábitos y costumbres, sus expectativas, presentes y
futuras, giraban en torno a su carrera profesional. Juan Miguel, el policía.
De
hecho, vivía solo, a pesar de proceder de una familia conservadora y
tradicional y pasando ya con creces la treintena estaba soltero y sin
compromiso. Había tenido algunas relaciones que no habían terminado en nada
serio por su exclusiva priorización en el tema laboral. El asunto es que para
Juan Miguel no era un trabajo, esa era su vida, ser policía por los cuatro
costados.
Aquella
mañana volvía a contemplar aquella escena. Un grupo numeroso de niños que no
superaban los cuatro años sentados sin más compañía adulta que aquel tipo,
extraño se dijo. No entendía cómo un padre o una madre podía dejar a su pequeño
a solas con un tipo con aquellas pintas y quedarse tan tranquilo. Como decía, no era la primera vez que
contemplaba la escena. Al menos dos veces por semana, los padres, llegando a
cuentagotas al parque, arribaban a toda prisa sobre las ocho de la mañana y
dejaban a aquellas criaturas allí. La mayoría de los padres regresaban
precipitadamente a los coches y desaparecían disueltos en el trajín del tráfico,
que para colmo aguardaban mal aparcados en doble fila o sobre la acera. Un
reducido grupo de padres, la mayoría mujeres muy bien peinadas para ser tan
temprano, iban a aglomerarse a una cafetería que estaba al otro lado de la
calle. Un lugar sin ninguna visibilidad del lugar donde estaba sus respectivas
proles, una insensatez y una falta fragrante de responsabilidad maternal,
pensaba Juan Miguel.
Sin
embargo, aquella mañana algo era diferente para Juan Miguel. Estaba más
susceptible, quizá más en alerta que en otras ocasiones, probablemente debido
al tipo de expedientes que encontraba cada día encima de la mesa de su despacho.
Después de doce años en la policía y ocho en la Unidad de Atención a la Familia
y la Mujer tenía la cabeza, el corazón y el estómago habituados a casi todo
tipo hechos violentos, abusos de cualquier índole. Lo macabro y lo abominable
no le pillaba de nuevas. Podríamos decir que Juan Miguel tenía el defecto
profesional de prestar demasiada atención a cualquier circunstancia que pudiera
rememorarle un riesgo para un menor o cualquier tipo de persona expuesta a un
abuso.
El
asunto es que aquel día Juan Miguel decidió observar con mayor atención, se
paró en un descampado próximo a donde permanecía el grupo y mientras hacia unas
cuantas flexiones y estiramientos se dedicó a analizar el comportamiento de
aquel tipo.
El
tipo parecía contar alguna historia o cuento, mientras los niños permanecían
sentados a su alrededor. De cuando en cuando, alguno de los niños se
incorporaba y se aproximaba al hombre y este le hacía algún tipo de muestra de
cariño o complicidad. A veces hacía un gesto bromeando, como si intentara
asustarlo, otras como si le hiciera cosquillas, otras tomando a la criatura y abrazándola,
otras como si le diera una leve nalgada en el culo. Demasiado contacto corporal
para el gusto de Juan Miguel, del todo excesivo e innecesario pensaba él. Sin
embargo, aquello era todo y el comportamiento de ninguno de los niños denotaba
malestar o disgusto en sus reacciones. Es más, parecían disfrutar de lo lindo.
Claro, pensó Juan Miguel, es lo que tiene la inocencia y la falta de
suspicacia.
Entonces
se dirigió a la cafetería donde se reunían las madres. Estaba decidido a
ahondar un poco en quien era aquel tipo. Cualquier otro policía podría entender
que aquello era una situación normal, cotidiana. Ni puedes vigilar a un niño
las veinticuatro, ni haciéndolo puedes evitar lo inevitable. No había nada
anómalo en la situación, el comportamiento del grupo era de lo más natural y no
existía ningún indicio de delito ni de riesgo de que lo hubiera. Esa podría ser
la conclusión de cualquier otro policía, pero Juan Miguel no era cualquier otro
policía.
Entró
en la cafetería se aproximó todo lo que pudo al grupo y se acomodó en la barra,
dándole la espalda al grupo de mujeres, le dio los buenos días al camarero y
pidió un expreso y un donut.
Al
cabo de veinte minutos una de las mujeres miró el reloj de la pared y dijo en
voz alta;
Chicas,
son las nueve menos cinco. Sabéis que Alfredo es muy tiquismiquis con la
puntualidad. Por favor Luis danos la cuenta.
Se levantaron todas como si fueran un grupo de gallinas cluecas y entre comentarios y precipitación fueron saliendo en tropel en dirección al parque.
Juan
Miguel tenía ya el primer dato, casi con toda seguridad aquel tipo se llamaba
Alfredo. Dejó cinco euros sobre el mostrador y, sin esperar por el cambio se
incorporó, siguió al grupo a una distancia prudente.
Se
suponía que hacía rato que Juan Miguel debía estar en la ducha o casi ya en
dirección a la comisaría, pero se dijo a sí mismo que aquello también era
trabajo.
Merodeando
disimuladamente entre los árboles observó nuevamente los acontecimientos.
Todo parecía normal, pero el instinto de Juan Miguel no lo estimaba así. Algo
no olía bien en todo aquello.
Sonó
su teléfono, lo llevaba fijado al brazo izquierdo con un brazalete como los
auténticos runners. A través de la funda transparente del brazalete miró la
pantalla, era Eloísa su compañera de patrulla, no contestó. Contrariado se
encaminó hacia su apartamento, pero con la convicción de regresar mañana a
obtener más información de aquel tipo, sin quererlo Alfredo se había convertido
en la prioridad número uno de Juan Miguel.
Durante
el resto del día Juan Miguel invirtió la mayor parte de sus elucubraciones
entorno a Alfredo. Sí, cumplió con su deber e hizo su cometido, como cada día,
sin embargo, lo hizo sin demasiada atención. Incluso cuando su compañera de
patrulla hablaba con él sobre alguno de los casos no le prestaba demasiada
atención.
Esa
noche se fue a la cama con la mente puesta en la mañana siguiente, quería
averiguar algo más sobre aquel tipo.
De
nuevo en el parque, pasó por el sitio donde acostumbraba a rondar el grupo,
pero nada ocurrió. Ni apareció el tal Alfredo, ni los niños, ni las madres.
Frustrado, y tras casi hora y media de deambular por el parque se marchó a
casa.
Lo
mismo sucedió las tres semanas siguientes, incluidos los fines de semana, ni
rastro ni de unos ni de otros. No era época de vacaciones, sin embargo parecía
que se los hubiese tragado la tierra a todos o quizá, el tipo se sintió
observado y optó por cambiar el punto de encuentro, se preguntaba Juan Miguel a
sí mismo. Muy a su pesar, Juan Miguel
comenzaba a creer que no volvería a tener la oportunidad de indagar en aquel
tipo.
No
obstante, la suerte le sonrió cuando ya casi había desaparecido su obsesión por
Alfredo y una mañana de sábado, de camino al supermercado, lo vio aparecer en
la intersección de la Avenida de la Constitución. Sin duda era él.
Lo
siguió un buen rato, hasta que cruzó y se adentró en otro parque. Se sentó en
un banco, sacó un libro y abrió la cerveza que llevaba en la mano. Demasiado
temprano para beber pensó Juan Miguel.
Lo
observaba cuando vio aparecer por la otra entrada del parque a una pareja de la
Policía Local, esta es la mía pensó. Se encaminó hacia ellos y los interpeló
dándoles los buenos días y enseñando su identificación.
Buenos
días, compañeros soy el Subinspector Cuesta de la Unidad de Atención a la
Familia y la Mujer. Necesito de vuestra colaboración.
Ambos
policías se miraron entre sí con extrañeza antes de que Juan Miguel continuara
diciendo;
Necesito
que identifiquéis al tipo que está sentado al otro lado del parque. Solo
necesito su nombre completo.
El
mayor de los policías locales debía estar a punto de jubilarse, lo miró con
suspicacia. Tardó unos segundos en comenzar a hablar. El otro agente, con cara mochuelo
novato, se limitó a poner ambos pulgares en el cinto como si se quisiera
mostrar muy seguro de sí mismo;
Buenos
días Subinspector Cuesta. ¿Forma parte de un dispositivo?, ¿está ese individuo
en busca y captura?, ¿tiene una orden de alejamiento?, ¿está siendo investigado
por algún motivo?, en definitiva, ¿existe algún motivo para proceder a su
identificación?
Juan
Miguel iba a hacer uso de la escala de mando y de la jerarquía cuando reparó en
que el veterano, y ya casi jubilado policía local, llevaba en su uniforme los galones
de la escala técnica del cuerpo, era Inspector de Policía Local. Mierda, con la
jerarquía hemos topado, exclamó para sus adentros Juan Miguel. Dudó por unos
instantes;
Verá
inspector, es solo una corazonada. Usted me entiende, ¿verdad?.
Joven,
yo solo entiendo que, si existiera algún motivo oficial para proceder a la
identificación de ese ciudadano, usted seguiría el procedimiento normal. Usted
mismo podría solicitarle que se identificara y lo sabe. Por lo que deduzco que
el asunto no es oficial, y siendo así no me incumbe en absoluto – replicó
taxativamente el veterano –
Sin decir nada más, primero el inspector y tras
de sí el mochuelo, pusieron camino al destino que llevaban antes de su
encuentro. Mientras, Juan Miguel maldecía su suerte y al inspector.
Aún
seguía lamentándose cuando el mochuelo apareció de nuevo;
Disculpe
subinspector Cuesta. El inspector Ramírez es un buen policía, pero está ya
resabido y deseando colgar el uniforme. Tengo cinco minutos libres antes de ir
a recogerlo con el coche. Si me da un momento, me encargaré personalmente de
identificar al sospechoso.
Muy
bien chaval, se ve que tienes madera. Con esas actitudes llegarás lejos – dijo
Juan Miguel – mostrándose todo lo condescendiente que pudo.
A
los tres minutos estaba de regreso el mochuelo novato.
El
nombre del sospechoso es Alfredo Marichal Antúnez y su número de DNI es el
76.001.331K.
A Juan
Miguel no le quedó otra que darle una palmada en el hombro al mochuelo. Al
final iba a ser verdad que tenía maneras, se dijo a sí mismo con algo de
sarcasmo. Sin siquiera darle las gracias, se fue directo a la comisaria.
Pasó
junto al agente de guardia sin mediar palabra, ni se identificó. Para algo
sirve la escala de mando.
Tecleó
el nombre en la base de datos y ¡bingo!.
El
señor Alfredo Marichal Antúnez, nacido el 23/03/1968 en Pontevedra, tenía
antecedentes. Dos condenas por robo sin violencia, otra por robo documental y
otra por falsedad documental. La última condena hace diez años. ¡Vaya pieza! –
exclamó Juan Miguel –
Apuntó
la dirección del domicilio que figuraba en el expediente, apagó el ordenador y
salió del despacho.
Cuando
salía de la comisaria su sorpresa fue mayúscula. En frente de la comisaria,
apoyado en la pared, con una cerveza en una mano y haciendo un leve gesto con
la mano, simulando un saludo militar, estaba Alfredo Marichal Antúnez.
Sin esperar a la reacción de Juan
Miguel se acercó hasta él.
Buenos tardes, agente creo que tiene interés por mí. ¿Puedo ayudarle de alguna forma?
Juan
Miguel se quedó sin saber qué decir. Alfredo continuó diciendo:
Lo suponía. Si le parece bien podemos tomar algo en la cafetería de la esquina, yo sí que tengo que hablar con usted – dijo Marichal – tirando la cerveza a la papelera y mostrándole a Juan Miguel su identificación de Inspector de la Unidad de Asuntos Internos.
Juan Miguel Cuesta, subinspector de la Unidad de Atención a la Familia y la Mujer, se quedó petrificado, se acababa de caer con todo el equipo. Solo alcanzó a decir - de acuerdo -.
Entraron
a la cafetería y se sentaron al fondo, en una mesa apartada del bullicio. Cuando
apareció la camarera el inspector pidió, sin preguntar a Juan Miguel, dos cafés
y dos botellas de agua mineral sin gas. A continuación, y ya solos, el
inspector Rupérez – Silva (así se llamaba realmente) continuó diciendo:
Subinspector Cuesta, tras recibir sucesivas quejas, primero de su compañera de patrulla y posteriormente de su superior el Inspector de la Serna, decidimos abrirle un expediente informativo para supervisar su conducta y el desempeño de sus responsabilidades. Pronto descubrimos que en cuanto a procedimiento administrativo es usted de lo más eficiente, sin embargo, parece que tiene algún tipo de problema con varios aspectos de la cadena de mando y con lo que concierne a sus responsabilidades y ética profesional.
Le enumeraré alguno de sus problemas. Su superior le instó, reiteradamente, a dejar de realizar seguimientos a “supuestos” sospechosos, y digo supuestos, pues no existía denuncia alguna ni tampoco indicio de delito. En más de una ocasión su compañera se quejó, de manera no oficial pues no quería perjudicarle con un expediente, de su exceso de celo y de agresividad en determinados arrestos. Por cierto, su compañera está tan hastiada que ha solicitado un cambio de compañero o de destino. Además, de un año y medio a esta parte se han sucedido una serie de agresiones nocturnas, siempre a varones detenidos por su unidad y acusados de malos tratos, que levantaron de manera definitiva, las sospechas hacia usted.
Para no aburrirle, podríamos haberlo suspendido y expedientado hace tiempo, pero yo soy tan celoso y minucioso de mi trabajo como usted aparenta. Por eso decidí primero seguirlo en sus tropelías nocturnas y después preparar toda la pantomima del parque, sabiendo que usted no podría resistirse a intervenir. ¿Me dirá que la escenificación de la supuesta pareja de la policía local no estuvo bien elaborada?.
Juan
Miguel Cuesta pensó por un instante salir corriendo y huir, pero procediendo de
una estirpe de policías aquello sería un tragicómico final. Sin necesidad de
continuar la charla ambos terminaron los cafés y salieron juntos. No hubo
necesidad de espectáculo, nada de pedir los refuerzos que aguardaban fuera y
nada de grilletes. Con un poco de dignidad y entereza pensó Cuesta.
Ambos
se subieron en el coche del inspector Rupérez – Silva y pusieron rumbo al
epílogo de la carrera policial del último miembro de la estirpe de los Cuesta.
Al inspector le vino a la memoria una frase de Montesquieu, que él siempre adornaba con unas comillas, y no pudo contener la sonrisa burlona que oteaba en sus comisuras:
No hay peor tiranía que aquella ejercida
al amparo de las leyes y bajo el calor de la "justicia".
ISIDRO MANUEL SOSA RAMOS
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