EL SECRETO DE LA URCA ZWARTE LEEUW
Cuando me
acerqué y tomé el llamador de la inmensa puerta del monasterio pude observar la
silueta de un enorme león en el pomo. Repiqué la puerta seis veces, retumbaron
como los tambores de la muerte. A los pocos minutos el ventanuco se abrió y
aparecieron los ojos y la capucha de un monje.
Bienvenido
al Monasterio de Podlažice, ¿en qué puedo ayudarle hijo?
Me llamo Erasmo
Malaspina y he recorrido un largo viaje con la única intención de poder leer el
Codex Gigas. ¿Podría comparecer ante el Abad?
El monje
benedictino cerró con estrépito el ventanuco y el eco de sus pasos sobre los adoquines desaparecieron poco a poco tras él.
Era del
todo inverosímil pues nadie sabía en aquellos lares de mí, sin embargo, la
aparición atropellada del Abad invitándome con premura a entrar me generó la impresión de que me esperaba.
En una
primera instancia la cara del Abad Beránek denotaba gran desconfianza, pero
cuando me vio desenvolver mi ejemplar del “Angelo
Terrani. Libro del conosçimento de todos los rregnos et terras e señoríos et
armas que han” todo cambió.
Observando fijamente el manuscrito me preguntó;
¿Dónde encontraste ese manuscrito?, ¿Cómo has
llegado hasta aquí?
Es una larga historia, pero a la segunda pregunta le
puedo contestar con claridad meridiana. He llegado hasta aquí porque en la
penúltima página, el mensaje lo dice con
claridad.
“El poseedor del manuscrito deberá portarlo hasta el
Monasterio de Bohemia Podlažice, allí
unirá el conosçimento del Altísimo con las creaciones sacrílegas de Nosferatu”
– contesté –
¿No me has dicho como llegó hasta ti el manuscrito?
– replicó el Abad –
Lo miré fijamente antes de decidir si contarle toda la verdad.
Decidí hacerle solo un resumen;
Verá Padre,
por aquel entonces estaba enrolado en un navío portugués en la isla de Porto Santo en las islas de la Madeira. Era una noche de mercadería clandestina como tantas otras, entre Porto
Santo y Machico. Navegabamos de noche, a trinquete. Mar en calma y cielo estrellado. Aquella no era época para los bancos de niebla, no obstante,
repentinamente la densa bruma surgió frente a nosotros, apareciendo de la nada como si
fuera una imponente muralla.
En un
instante amainó el alisio hasta dejar el jabeque prácticamente parado.
En ese
momento se me erizó la piel, los pelos como escarpias. Al poco la bruma nos
engulló, el capitán dio la orden de permanecer alerta, preparar las ballestas y
los falconetes en los afustes.
Había
transcurrido al menos una hora, pero no sucedía nada en absoluto. Ni siquiera
chirriaban las cuadernas. Parecía que estuviéramos en tierra firme, todos
manteníamos la mirada en la espesura blanca. Entonces el segundo de a bordo caminó hasta
la proa, parecía querer escuchar algo.
¿No lo oye
Capitán?, ¿No escucha un tintineo? – dijo el segundo – es como si el grumete de
un barco diera el repique del cambio de la guardia de perro. Además debe ser
medianoche.
No diga
tonterías, nadie delataría su posición de esa manera. Además es muy poco probable
que se trate del buque que esperamos, estamos aún muy alejados de la posición – contestó el Capitán Sequeira –
Le digo que lo he oído – repitió el segundo –
A los pocos
minutos toda la tripulación del jabeque lo escuchó con claridad. Cada dos minutos, doce
campanadas repicadas suavemente, con una cadencia rápida y cercana. Todo el
mundo apretó lo que tuviera entre las manos, trago saliva y se dispuso para
todo lo posible y probable.
Entonces
apareció ante nosotros, a unos sesenta pies de la amura de babor. Un navío
parecido a una coca, de mayor hechura, ancha a la altura de palo mayor, se
contaban tres más y un bauprés, parecía tener poco calado. No se movía un
suspiro en su cubierta. Algunos haces de luz tintineaban débilmente cerca de
gran alcázar del castillo de popa.
¡Eso es un
hulk de Flandes, una urca! – susurró el segundo –
El Capitán
se quedó mudo.
Tras unos
instantes, el segundo ordenó repicar nuestra campana y mandó a la marinería se
puso a recoger todo el aparejo. Nada perturbó el silencio de la urca. Ni un
solo movimiento se detectaba. Lanzamos los cabos con garfios y el primer trozo
abordó la urca. Mdiome, Lillo, dos berberiscos y yo. Mientras desde el jabeque
cargaban los falconetes.
Cuando, al
levantar la vista hacia el alcázar, vi el enorme estandarte que pendía desde la
baranda del castillo de popa. Un perro negro enorme sobre un fondo amarillo. Me
quedé petrificado.
Tras la
inspección de todas las cubiertas y bodegas comprobamos que el navío estaba
vacío. No había más almas que las nuestras a bordo.
Era un
buque mercante, portaba alguno falconetes y bombardas, pero no era un buque de
guerra. No había señales de combate y estaba en perfecto estado, con su aparejo
y velamen recogido.
Zwarte
Leeuw – leí en el casco –
Aún hoy no
puedo explicar la aparición de aquella urca en medio de la nada. Regalo o
maldición del destino.
Para el
Capitán significó un golpe de suerte y un reto mayúsculo, pues el buque estaba
repleto de hierba pastel y espagnolette, un tipo de tela de lana muy cotizada
en los mercados de Venecia y Génova. Aquello era un botín en toda regla, sin
embargo, no había mercado en Madeira para todo aquella carga. Eso obligó a mis
dos mandos a meditar muchas decisiones.
Tras la
tensión y desconcierto inicial, el segundo ordenó revisar las bodegas y
catalogar todo el contenido. También puso a todos los berberiscos a montar las
cargas de falconetes y bombardas en la urca, esperando que pudiera aparecer
otro barco de la nada para reclamar nuestro botín. Nuestra tripulación no era
lo suficientemente numerosa para poder repeler un ataque de otro navío como
aquel, pero no nos quedaba otra, defender lo que habíamos encontrado o morir en
el intento. Aquel tipo de barcos, con aquella preciada carga no podía viajar
solo, todos estábamos convencidos de eso.
Sin
embargo, nada de eso pasó. Nadie apareció.
Ya en las
bodegas, estábamos afanados en contar fardos, tinajas y barriles, cuando Mdiome
y yo lo oímos.
De un
rincón oscuro de la bodega de proa, una especie de tintineo. Echamos mano de
chuzos y cuchillos. No había claridad suficiente y todo era un mar de sombras y
penumbra, pero pudimos adivinar unas cadenas que se balanceaban. Dimos varios
pasos en dirección a la oscuridad, mientras Lillo apareció con una mecha.
Me acerqué
lentamente al arcón y acerqué la mecha al suelo.
En una de
las esquinas, había un fardo de piel curtida en su interior encontré un bolso
rectangular de piel, con inscripciones con formas triangulares, círculos y
pequeños cuadrados coloreados de múltiples colores. Tenía una gran hebilla de
cobre a modo de cierre. Al abrirlo aparecieron dos enormes manuscritos. Las
tapas de piel estaban algo mohosas, pero se podía leer el grabado con claridad.
“Angelo
Terrani. Libro del conosçimento de todos los rregnos et terras e señoríos et
armas que han” – leí en voz alta –
El segundo
manuscrito era de menores dimensiones y más menudo.
“Molosos de
Epiro, Tratado de treinar cães para a batalha”
El Capitán
no solo disponía del cargamento sino además encontró los documentos de compra y los
visados de exportación. Era un negocio tan redondo como extraño, pero obligaba
a trasladar la urca y ocultarla.
Un
cargamento de dicha índole solo podía tener salida en Flandes, eso nos llevó a
recalar con la urca en la ciudad de Amberes, en el Ducado de Brabante. Donde el
destino y la fortuna me puso al servicio Don Diego de Sarmiento, Secretario de la
Cancillería del Archiduque de Austria, Don Fernando I de Habsburgo. Con Don
Diego de Sarmiento me trasladé hasta Viena con la misión de satisfacer uno de
los sueños de Archiduque, crear una Escuela Ecuestre de Doma Española.
Todo este
tiempo he esperado mi oportunidad hasta poder venir hasta aquí. Y debe saber
que mi viaje y propósito es del conocimiento del Archiduque. Él mismo me encomendó
la tarea de trasladar el Codex Gigas conmigo hasta Viena, pues parece ser que el
manuscrito es de vital importancia para concertar las alianzas entre las Casas
de los Habsburgo y los Jagellón.
Y aquí me
tiene, dispuesto a realizar mi cometido. Le haré entrega de la carta con la
orden archiducal. No se preocupe, Su Excelencia, sabiendo por los momentos de
estrecheces y penurias que pasan la congregación benedictina en la Bohemia ha
hecho previsión de pago. La bolsa contiene 200 ducados de oro.
El Abad no
salía de su asombró, primero pensé que por la poca verosimilitud de mi
historia, pero luego percibí su encandilamiento por el oro. Parece ser que al
final todos los mortales, beatos o no, somos igual de pecaminosos ante los
pecados capitales, y créanme, la avaricia lo es hasta los extremos más
insospechados.
Antes dije
que la historia que conté al Abad del Monasterio Benedicto de Bohemia Podlažice
sobre mi periplo hasta allí era un resumen de lo acontecido, habrán de
comprender que dada las circunstancias no desvele las circunstancias reales; mi
negocio y mi vida van en ello.
Si puedo
contarles que es cierto que voy al encuentro del Archiduque de Austria, pero él
desconoce aún mi existencia. En los tiempos que corren, tener y saber manejar con
presteza la información pueden reportarte mucho poder y riqueza.
Es cierto
que encontré el Libro del conosçimento en la urca y cierto es que estuve
en Amberes, lo demás está aderezado con mi imaginación e ingenio.
La clave de
todo estuvo en dos encuentros, uno obvio y otro del todo casual.
El primero
fue con Ambrose von Ehinger, representante en La Española de la Casa Welser.
Von Ehinger y el Capitán Facundo Sequeira mantenían amistad desde que sirvieron
juntos en uno de los buques de la Casa de Contratación de Indias. Estaba de
visita en Amberes para negociar un cargamento de azúcar procedente de Santo
Domingo de Guzmán, en La Española. Era conocido por su amplia red de contactos
comerciales en Amberes, con él negociamos la venta del cargamento de la Zwarte
Leeuw.
El segundo
fue con el ebrio Massimo Possalo, secretario personal de Francesco Guicciardini,
Comisionado General del Ejército Pontificio. Por aquel entonces el desdichado
Possalo se encontraba de visita diplomática en Amberes, ahogando sus desamores
en la misma taberna que yo parloteaba con mis contumaces. De él obtuve la
información para esta gran odisea y mayor ganancia.
Me narró
como Guicciardini estaba enfrascado en dobles negociaciones para evitar la
invasión de Roma, por un lado negociaba con los estados miembros de La Liga de
Cognac para conformar la alianza europea contra la hegemonía de Carlos V y los
Habsburgo en Europa y, por otro lado, mantenía contactos diplomáticos con Georg
Frundsberg y con el traidor francés Don Carlos de Borbón que se dirigían a
invadir Lombardia. Con la intención de evitar la toma de Roma pretendía ofrecer
algo que hiciera cambiar de parecer al Emperador Carlos V.
La misión
de Massimo Possalo en Amberes era recabar la información necesaria para
recuperar el Codex Giga, desaparecido de la Biblioteca Imperial y trasladado a
algún punto de la Bohemia.
El citado
manuscrito tenía un altísimo valor simbólico y sentimental para los Habsburgo
pues fue parte del legado humanista de Emperador Maximiliano I y, lo que era
más trascendental, el Codex Giga fue, además, un regalo personal de Carlos V a Martin
Lutero cuando le otorgó el salvoconducto para asistir a la Dieta Imperial de
Worms.
Sabiendo de
la sacrílega relación que ya mantenían por aquel entonces los Habsburgo con los
Luteranos y, sobre todo, tras la ira papal desencadenada cuando Lutero se
atrevió a quemar públicamente la bula Exsurge Domine, no quedaba otra
que tomar represalias. Entonces Girolamo Aleandro, nuncio papal presente
en Worms, encargado de la publicación de la bula papal, urdió la trama
para sustraer el Codex y posteriormente ocultarlo, como escarnio tanto para el
Emperador como para Martin Lutero.
Así el nuncio mando esconder el Codex en algún lugar remoto y seguro. Así el Codex Giga había llegado al Monasterio Benedicto de Bohemia Podlažice.
Como dije,
el desdichado Massimo Possalo se topó con este que escribe.
Aquella
noche Massimo Possalo perdió los documentos que portaba, entre ellos el
manuscrito original remitido como salvoconducto a Martin Lutero, y que el
Emperador Carlos V había redactado de su puño y letra. También perdió la bolsa
repleta de Ducados y, desafortunadamente, también perdió la vida.
El resto
fue cuestión de paciencia y dinero. Con el manuscrito imperial como as ganador
me entregué a pagar falsificaciones documentales necesarias para mi plan. Aquella
tarea fue relativamente sencilla, en una ciudad como Amberes donde todo puede
ser susceptible de creado, comprado y vendido. Primero una carta del nuncio papal
dirigida al Abad, con su correspondiente firma y sello. Otra de la Cancillería
del Archiduque de Austria otorgándome la representación de la Cancillería para
aquel viaje, con la consiguiente solicitud de entrega del Codex Giga. Después,
me encargué de cambiar los Ducados por Thalers del Archiducado y negociar con
mis contumaces su parte del botin, pudiendo contar así de la protección necesario en mi viaje. Coser y cantar.
Tras
conseguir el Codex no pusimos camino a Augsburgo.
Como todo
en este Sacro Imperio se maneja con intereses, información y dinero, era mi
intención reunirme con Bartholomeus Welser.
Bartholomeus
Welser, jerarca de la Casa Welser, era a su vez uno de los mayores prestamistas
imperiales. Nada de la expansión del Sacro Imperio en la vieja Europa se
escapaba de sus manos. Welser tenía especial interés en expandir aún más sus
negocios en Las Indias, y mi intención era venderle el Codex. Seguramente presentándoselo de vuelta al
Emperador Carlos V seguro que obtendría todos los favores imperiales en sus
propósitos mercantiles en Las Indias.
Muy a nuestro
pesar, a nuestra llegada a Augsburgo, fuimos prendidos y a las semanas
ajusticiados.
Sin
embargo, ahora, y a pesar de la mezcolanza de datos y personajes reales y
ficticios, conocen algunas de las vicisitudes que durante la primera parte del
siglo XVI llevaron a Carlos V a invadir Roma, a Bartholomeus Welser a conseguir
la cesión de la Provincia de Venezuela, a Martin Lutero a huir de Worms y, especialmente,
a comprender como tanto en el pasado como en el presente la necesidad, la
osadía y la audacia de personajes infames pudieron determinar la historia.
“Desde el más ilustre al más infame, absolutamente todos, determinamos los hados de la historia”
ISIDRO MANUEL SOSA RAMOS
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