DEJADME ESCRIBIR MI EPITAFIO

 



Nunca tienen las conquistas mucho de románticas, siempre se labran con la espada y la cruz, pero sobre todo con la fortuna del destino. Las hazañas de los descubrimientos suponen desarraigo para los intrépidos aventureros, también conllevan suplantar una población, asimilándola o aniquilándola. En esas vicisitudes cada cual debería poder elegir su destino, su forma de lucha, de resistencia, incluso, la forma de abandonar este mundo.

Se construyen cientos de historias anónimas. Almas que esperan encontrar la oportunidad de prosperar qué nunca tuvieron en su lugar de origen. Almas aterradas que han sido arrancadas de sus hogares y de sus familias, que desconocen el destino que les espera como esclavos. Almas que han huido de deudas con la justicia. Almas rotas, que perdieron todo cuando desaparecieron sus familias. Almas que eluden deudas con sus acreedores y desesperados buscan dinero fácil. Almas que solo desean reunirse con su ausente amada, dejando atrás el destierro en el mundo de los vivos.

Durante su travesía de circunnavegación la flota y la tripulación de Magallanes – Elcano fue menguando con los acontecimientos.

En la historia quedan reflejados los nombres de los héroes. También queda constancia de los  fallecidos y, especialmente, de los supervivientes, al menos de aquellos que regresaron. Sin embargo, poco se sabe de los desaparecidos.

El sol caía a plomo sobre su cabeza, se sentía desfallecer y su escasa animosidad también desaparecía por instantes. Miraba los suaves rizos de espuma que el oleaje creaba al desembocar en la orilla de aquel paraíso mortal.

Es curioso cómo el destino juega con los vivos, se decía así mismo, mientras notaba su consciencia desmadejarse por el agotamiento y la deshidratación. Sus rodillas claudicaron y se precipitó sobre la arena, mientras las leves olas le bañaban hasta la cintura.

Su mente, aturdida por la canícula, comenzó a navegar por los recovecos de su memoria, evocando con tintes surrealistas, saltando en el tiempo, vivencias de lo más dispares.

De un instante a otro, podía escuchar a la chiquillería corriendo alrededor de los puestos del mercado cercano a la Puerta de la Carne en Sevilla, sentir el peso de los grilletes que lo encadenaron en el presidio de Demak, percibir los aromas de la canela, el clavo, la nuez muscata, el cardamomo y la pimienta en la bahía Palawan, Amahay o Tutuala, observar las feroces caras de los nativos de Mactán decapitando y mutilando a la marinería empapada en agua de mar y sangre o contemplar los hielos flotantes más allá de Cabo de Hornos. Después se dejó llevar por los cómodos recuerdos de su juventud, ayudando a su padrino, Don Eusebio da Costa, en la gestión del comercio de telas sin más preocupación que sus lecturas. Finalmente, su ensueño moribundo, lo arrastró del summum del clímax al más apocalíptico de los infortunios vividos. Sintió entonces sobre su piel las suaves manos y el dulce tremor del aliento de Diomara. Aquella mujer que lo había cautivado en Castelventrano durante la primavera de 1516. Diomara había conseguido llegar a los más recónditos lugares de su ser. A los más luminosos y a los más lúgubres.

Revivió la infinita pesadumbre que lo asoló durante los meses siguientes a la muerte de ella, el desconsuelo y la zozobra  impulsándolo a vagar por el Mediterráneo occidental en embarcaciones corsarias y de contrabando buscando, sin fruto, encontrar la muerte. La misma suicida tendencia que dio con sus huesos en Sanlúcar de Barrameda a principios del verano de 1519, y finalmente, lo empujó a enrolarse como escribano en aquella alocada expedición que pretendía circunnavegar el globo.

Las delirantes cavilaciones sobre el naufragio de la Nao Santiago le dieron de nuevo cierto grado de lucidez. Se arrastró por la arena y dejó caer sus huesos a la sombra de los cocoteros. Tumbado en la arena, navegando en ensueños y recordando aún a Diamara, decidió no pelear más por su vida, desistiría de todo intento de pervivencia y dejaría sus escasas carnes a las carroñas. No tenía sentido alargar la agonía.

Pasaron las horas y la letanía de la muerte se iba apoderando de él.

En lo que creía sus últimos delirios comenzó a escuchar un tintineo de metales, correajes deslizándose, pasos en la arena entremezclados con voces que parecían dar órdenes en alguna lengua oriental. La ensoñación se intensificaba, divagaba, se difuminaba y de repente se mostraba de nuevo con una percepción casi real. Con los párpados tendidos aún sobre los ojos y con la típica sensación extracorpórea de los sueños lúcidos notaba sombras que se acercaban y merodeaban alrededor. Percibía con inusitada claridad el sonido de una espada desenvainándose y vio su sombra pasar sobre sus ojos cerrados. Entonces se percató que los límites entre el ensueño, el delirio y la realidad a veces se solapan.

Cuando quiso reaccionar, era demasiado tarde, ya notaba la punta de la espada debajo del mentón. Abrió los ojos con levedad y no supo si maldecir su suerte o celebrar su salvación.

Allí estaba, más muerto que vivo, rodeado por un ejército de botas, polainas, alpargatas y pies descalzos. Levantó los ojos hacia la espada que afligía su gaznate y reconoció aquellas uñas pintadas de negro, el anillo con la cabeza de un lagarto gigante, la parduzca y serpenteante cicatriz que atravesaba los nudillos de lado a lado. Joko Atingkir, capitán del Diyarta Djong perteneciente a la flota de Ki Ageng Pengging, Señor de Boyoyali. Mantenía en su cara la tenebrosa sonrisa que tanta zozobra y quemazón había provocado en las carnes de aquel desdichado portugués.

De un plumazo, se esfumó todo. Todo se fue literalmente por la gavia de la verga de la mayor. Después de casi cuatro años de presidio, de traslados de una isla a otra, de torturas. Después de sobrevivir milagrosamente al último, que no el primero de los naufragios, cuando todo parecía que llegaba a su fin, la vida volvía de nuevo a ponerlo en la encrucijada de la supervivencia.

No lo iba a permitir, no dejaría que el destino siguiera jugando al azar con su existencia.

Cuando ya arrastraba las cadenas amarradas a los grilletes de sus tobillos, y caminando por aquella playa de lo que Zheng He y Diogo Pacheco habían denominado Gran Tierra Austral, pudo observar la magnitud de la flota del Señor de Boyayoli, súbdito del Sultán de Tranggana, Rey de Demak, conquistador del Imperio Mahapahit.

Aquellos navíos eran dos o tres veces más largos que la mayor de las naos. Calculaba que podrían desplazar al menos 2000 pipas, tenían tres cubiertas de artillería. La mayoría de ellos tenían más de cinco palos, velas triangulares y de estera de bambú que muchos decían que podían navegar contra el viento. El casco era de una madera muy oscura, no podía ser roble. Casi todas tenían dos timones, uno en proa y otro en popa, pero algunas tenían un tercero axial. Eran descomunales. Y más descomunal era su número, a simple vista contaba más de sesenta. Tan magno espectáculo disimuló por unos instantes el pesar de sentirse de nuevo apresado y sus ansias de acabar con todo.  

Permaneció engrilletado a la amura del alcázar de proa del Djong, dos días y dos noches, hasta que recuperó algo de sus fuerzas.

Aunque la vitalidad regresaba a sus carnes, seguía sin la animosidad propia de la vida. Tantos pesares, tanta melancolía y tantos esfuerzos y temeridades, todo para nada, todo para seguir en aquel mundo de los padecimientos. Diomara lo llamaba desde el territorio de los hados y no cejaría hasta reunirse con ella.

Al día siguiente, mientras lo trasladaban a las bodegas, en medio de la desidia de sus captores, conscientes de que no tenía a donde escapar, encontró la ansiada fortuna de la muerte.

Saltar literalmente por la borda, esa era la mano que le tendía Diomara. En ese momento de clarividencia, la bravía suicida se apoderó de él. Tres zancadas hasta el pasamanos del alcázar, agarrarse de las jarcias con presteza y dilapidar la vida en el inmenso azul.

Sin dudarlo y aprovechando la complicidad y el peso de sus cadenas y grilletes, saltó por la borda con una inmensa sonrisa en la cara. Voy a tu encuentro Diomara, aquel fue su último hálito.

Cómo ya escribiera Marguerite Yourcenar, la muerte es el sacramento del que solo son dignos los más puros, muchos hombres se deshacen, pocos mueren.

"Uno no sabe cómo reaccionará ante las calamidades de la vida hasta que se encuentra sumergida en ellas. La confrontación con la muerte es siempre un misterio para los vivos, un réquiem para los ya desahuciados y un último halo de esperanza para los suicidas".

ISIDRO MANUEL SOSA RAMOS

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