LAS MANZANAS DORADAS DE LAS HESPERIDES
Corrían tiempos de profunda incertidumbre para aquel pueblo, el
desasosiego se apoderaba poco a poco del aire que respiraban infectando el
espíritu colectivo de profundo temor.
Todos aquellos
que llevaban una vida mundana solían padecer los mismos temores.
Sin embargo, ellas eran diferentes. Aquellas damas de la muerte, que ya habían atisbado
tiempo atrás el fin de su mundo, continuaban guardando celosamente su
tradición, portando consigo la estela ancestral de sus ritos. No estaba en sus
manos ni cambiar el designio de los tiempos ni el destino de su pueblo, y lo
sabían bien. Vivir acompañando de cerca a la muerte, tenía esas cosas,
apaciguaba el espíritu al ver llegar el final.
Por ese motivo su
pueblo las veneraba y temía en igual medida. Pertenecer a aquel grupo elegido
de mujeres era, paradójicamente, una bendición y una maldición.
Ellas eran la
congregación de las Maguadas1, sacerdotisas portadoras de
los secretos de la vida y del culto de la muerte. Mujeres que vivían en un
mundo paralelo, aparte, entregadas a cultivar y proteger los rituales de los
difuntos. Afanadas en allanar el camino de su pueblo, heredero desterrado de
los nubios, egipcios y bereberes, más allá de las puertas de la vida.
Aquella mañana,
el color violáceo del sol era la confirmación de la premonición, de
la sabiduría ancestral que durante décadas se había asentado dentro de Aniagua.
Ratificaba así Magec2, con aquella señal, su sueño postrero. La noche anterior
Aniagua, Maguada entre las Maguadas, vio al Mencey3 Benuatach
en sus sueños, deslizándose hacia la muerte, transformado en un reptil volador
sobre un campo zarco, repleto de manzanas de un amarillo intenso.
Las creencias
religiosas y espirituales de aquel pueblo estaban arraigadas en la naturaleza,
en sus ciclos. Luz y oscuridad, cielo y tierra, solsticios, el poder del fuego
y del agua acaparaban los rezos, mientras, la fertilidad era el único signo
propio del progreso. Nacimiento, crecimiento, procreación y muerte. Esas eran
las Leyes Ancestrales.
Los designios de
la Naturaleza se encarnaban en la realidad utilizando, como visa entre los dos
mundos, los sueños de aquellas mujeres.
Por eso Aniagua
era capaz de anticipar la muerte, ella era la más alta expresión del contacto
entre vivos y muertos. Todos en Achinech4 lo sabían.
Tras contemplar
cómo mutaba el color del amanecer, dejándose arrastrar por unos instantes por
el poder de la vida y por su parte más humana, pensó que deberían comenzar los
preparativos para recibir al Mencey caído.
Sin embargo,
volviendo a conectar con su responsabilidad para con la muerte, calmando las
emociones y dejando que vida y muerte se acompasaran, supo que no podría
comunicarlo aún al resto de las Maguadas. Tendría que esperar hasta que Tigotán5 fuera en busca del
espíritu de Benuatach.
Ese era la
responsabilidad que ella asumió desde que hace ya más de dos mil lunas,
anticipó en un sueño premonitorio la muerte de Andaunte, su predecesora.
Anticipar y
esperar la muerte, protegiendo el proceso de toda emoción, esa era su misión.
Dos días después
recibieron la visita del Siso6 Achuteyga,
El Guañameñe7. Como sacerdote y guía espiritual del Menceyato8 de
Adexe, él debía acompañar el cuerpo del fallecido Benuatach, Mencey del cantón
de Adexe, hasta las cuevas sagradas de Tamaymo.
Allí, apartadas
de lo mundano, las maguadas entregaban desde tiempos inmemoriales sus
existencias. Las maguadas eran elegidas desde su nacimiento. Siempre fue así.
El nacimiento de una nueva maguada venía acompañado de algún poderoso signo de
la Madre Naturaleza. Sequias, eclipses, erupciones volcánicas, terremotos,
inundaciones, solsticios, taras físicas o psíquicas o la muerte de uno de sus
progenitores el mismo día de su nacimiento. Todas esas señales y muchas otras
eran las señales de la arribada de una nueva maguada a Achinech.
Habitaban las
cuevas de los riscos más inaccesibles, labradas en la toba volcánica, volcadas
en preservar las ancestrales técnicas del mirlado y embalsamado de los
fallecidos. Preparando sus cuerpos ya inertes, separando carne de espíritu,
liberando así las almas hacia su tránsito final.
Desde tiempos
inmemoriales había sido así, purgar los cuerpos de todas las impurezas ayudaba
al recibimiento que daba Tigotán, en el viaje más largo que cualquier vivo
pudiera realizar.
Bueno, no
cualquier persona. Los trasquilados9, aquellos que realizaban
trabajos vinculados a la sangre estaban excluidos de dicho viaje por las Leyes
Ancestrales. Alguno de sus ancestros ya habían tomado la decisión en vida de
autoexcluirse y, excluir con ello a sus descendientes, cometiendo algún delito
de sangre.
No se confundan,
el pueblo guanche10 no era un pueblo pacífico, todo lo contrario. Vivían en una
perpetua disputa entre clanes. Se sucedían los desafíos, tanto individuales
como colectivos, pero incluso esas circunstancias se regían por normas
sagradas. Si alguien se tomaba la ley por su mano, robando el ganado de otro o
causaba daño a un semejante, derramando su sangre o la de algún otro miembro de
su familia, entonces, era desposeído de su derecho al último viaje.
Aquellas no era todo,
con su traición a los ancestros condenaban a sus descendientes. Las
descendientes de condenados por delitos de sangre tampoco podían ir en busca de
Tigotán. Esas personas habían entregado sus espíritus y el de todos sus
descendientes a los Achicagnas11. Los Achicagnas eran los
espíritus oscuros de la muerte, y castigaban con la peor de las maldiciones que
un guanche podría recibir en vida, trabajar con la sangre impura, con la sangre
derramada por las bestias y la sangre de los traidores.
Los maldecidos
solo podían dedicarse a ser matarifes, carniceros o verdugos. Pasando a la
categoría social de los innombrables, los intocables, los trasquilados.
Pero regresemos
con Aniagua y sus Maguadas.
Un bucio anunció
la llegada de alguien a los altos de Tamaymo, y eso solo podía significar la
llegada de un difunto.
Una serpenteante
línea humana ascendía lentamente hasta las estribaciones del asentamiento
troglodita.
Achuteyga y su
séquito depositaron el cuerpo de Benuatach en el centro del almogarén12 de Tamaymo y sin mediar
palabra regresaron sobre sus pasos.
La tradición
ancestral dictaba que para garantizar el éxito del último viaje de Benuatach
era vital que las maguadas no se contaminaran con ningún tipo de información
sobre el difunto.
Aniagua se acercó
al difunto y colocando su mano derecha sobre su pecho y la izquierda sobre el
pecho del cadáver recitó;
Guayax echey, ofiac nasathé sahana.
Agoñe Yacoron Yñatzaheñe Chacoñamet. Xay
Kutanah13.
Entonces el resto
de las maguadas, que aguardaban en torno al cuerpo formando un círculo cerrado,
tomándose las manos unas a otras mientras miraban hacia el sol, se acercaron y
tomaron el cuerpo entre todas.
Comenzaron a
descender el serpenteante camino que, salvando los casi setecientos metros de
escarpado desnivel en poco más de cinco kilómetros, arribaba a la costa.
Depositaron el
cuerpo sobre las rocas basálticas, bajo una techumbre de hojas de támara,
construidas sobre seis grandes troncos de drago.
Despojaron el
cuerpo de las esteras que lo envolvían a modo de lienzo mortuorio. Después
retiraron sus ropajes, armas, abalorios y las ofrendas que portaba la mortaja.
Mientras Aniagua rezaba con cánticos.
Con pequeños
cuchillos de oxidiana comenzaron a diseccionar el abdomen de Benuatach,
haciendo una gran incisión que recorría toda la línea media de su abdomen.
Con esmero, las
más jóvenes de las maguadas comenzaron a retirar todas las vísceras. Una a
una iban depositando, en un profundo agujero que habían cavado en la
arena, las entrañas de su Mencey. Cerraron el agüero con arena y grandes cantos
rodados, protegiendo el contenido de las alimañas.
Al finalizar y,
tras desnudarse completamente, tomaron el cadáver. Introduciéndose con él en
una gran poza de agua salada tallada en la roca por el mar.
Creían que su
virginidad era protección para el fallecido.
Pasaron allí
dentro más de cuatro horas, alternándose en grupos de cuatro. Lavando
minuciosamente las cavidades ya vacías del cuerpo, eliminando cualquier resto
de sangre de su piel y su pelo, frotando todo el cuerpo con hojas de mocán,
polvo de resina de pino y cal.
Una vez limpio lo
volvieron a depositar sobre las rocas, hicieron un gran fuego cubriendo toda su
periferia, y se sentaron junto al cuerpo para velarlo mientras el cuerpo se
secaba con la acción conjunta del salitre y el ahumado. Pasaron allí dos días y
dos noches, sin comer ni beber nada, entre cánticos y rezos a Magec y Titogán,
levantándose solo para avivar las llamas con más madera y untar el cuerpo de
manera repetida.
Al tercer día,
Aniagua de buena mañana y con su experiencia de años y años, procedió a
trepanar el cráneo y vaciarlo de sus vísceras. Aquella era la parte más
delicada de todo el ritual, no podía haber ningún error. El orificio debía
realizarse de forma limpia y exquisita. Sin astillar ni fracturar ninguno de
los huesos, pues desencadenaría la furia de Titogán, que castigaría aquella
ignominia dejaría caer sobre su pueblo cualquier tipo de calamidad.
El instrumental
estaba constituido por utensilios hechos unos de obsidiana y otros de las
maderas más nobles, tostadas y endurecidas al fuego.
Antes de que la
Maguada de todas las Maguadas comenzara con la trepanación había un paso
previo. La más joven de aquellas mujeres sagradas, la novicia Attenya, como
parte de su proceso de iniciación, y con tan solo cinco años de edad, se
encargaría de extraer los glóbulos oculares. Los ojos, como máxima expresión de
los sentidos terrenales, no podían acompañar a Benuatach en su último viaje.
Tras aquello
Aniagua se sentó y colocó la cabeza de Benuatach sobre su regazo, mientras, el
resto de las maguadas se sentaron alrededor de ambos.
Con minúsculos
pedernales Aniagua seccionó, tras mesurar durante un buen rato la zona ideal,
el cuero cabelludo del difunto. Retiró hacia los lados piel y músculos, dejando
al descubierto la calota. Casi siempre se elegía una zona de la escama parietal
o frontal, solamente en ocasiones muy raras se optaba por la occipital, nunca
cerca de las suturas pues eso podría provocar una fractura.
Mientras tanto,
el resto de las sacerdotisas se dedicaba a dibujar con almagre y carbón, sobre
la piel de las extremidades del fallecido, un sinfín de dibujos. Espirales,
círculos, triángulos, polimorfos.
En el fuego
estaban, ya preparados e incandescentes, los punzones, barrenos y estiletes.
Un proceso lento
y laborioso comenzó entonces, si realizar el orificio de manera eficiente era
ardua tarea, proceder a la extracción de la masa cerebral lo era aún más.
Los rostros de
las Maguadas permanecían impertérritos mientras desempeñaban parsimoniosamente
cada uno de los procedimientos, sin emoción, sumergidas en algún tipo de trance
extático.
Cuando el cuerpo
estuvo desprovisto por fin de toda víscera, ya envueltas por la oscuridad de la
noche, procedieron a lavar, tanto el cuerpo del difunto como sus propios
cuerpos, por última vez el cuerpo en el mar.
Pasaron aquella
noche velando de nuevo el cuerpo en la playa, esta vez en el más profundo de
los silencios, roto solo por el sonido de la marea y el chisporroteo del fuego.
Entre los
claroscuros del fuego Aniagua observaba, sumida profundamente en un duermevela
revelador, la danza de los ancestros alrededor de la mortaja de Benuatach.
Ellos, desde el otro lado de la realidad, se disponían a acogerlo.
A la mañana
siguiente, tras llevar de regreso el cadáver a las cuevas de Tamaymo, se
dispusieron a preparar la momificación.
Colocaron pieles
de baifo en el suelo, estaban minuciosamente curtidas y pulidas, cosidas con
esmero entre sí. Untaron la superficie de las pieles con hojas de mocán
previamente trituradas y maceradas, luego con grasa de cochino y posteriormente
con cal.
Tras colocar el
cuerpo sobre las pieles repitieron el mismo proceso con el cuerpo, untando su
piel y todas sus cavidades. Rellenaron el interior de las cavidades con una
argamasa de hojas de pino y mocán desecadas, grasa y cal. Después cerraron y
cosieron el cuerpo con precisión y cuidado.
Repitieron el
procedimiento con la primera cubierta de pieles, envolviendo el cuerpo y
dejando solo la cabeza fuera, y cosieron las pieles como si fuera un saco
fúnebre.
Colocaron en el
suelo nuevas pieles cosidas. Las untaron, untaron también el saco antes de
colocarlo sobre las pieles, reproduciendo así el mismo procedimiento que
utilizaron con el cuerpo. Hasta en siete ocasiones más hicieron lo mismo.
Para cubrir la
cabeza, dispusieron de una especie de casco, un trenzado de juncos con forma
cilíndrica y abierto por una de sus bases. El casco estaba relleno de hojas
secas y cal. Aquello terminaba, a forma de sarcófago, la mortaja definitiva de
Benuatach. Su cápsula para trascender a Titogán y al espacio atemporal donde
permanecerían sus restos por los siglos de los siglos.
Introdujeron la
cabeza del muerto en el interior del casco y cerraron el extremo inferior
cosiéndolo al sarcófago de pieles.
Las maguadas
trasladaron los restos de Benuatach a la necrópolis de Uchova, en los terrenos
sagrados del cantón de Abona. Solo ellas tenían acceso a los recintos
funerarios. Solo ellas conocerían el paradero eterno del cuerpo de Benuatach.
Descansaría junto
algunos de los magnánimos Menceyes, valerosos Chichiquitzos14, ilustres Guañamenes y
magistrales Maguadas que habían gobernado y regido los destinos de Achinech
antes que él.
Teguaco, LXVII
Mencey de Güimar; Himar, XXIII Achimencey de Anaga; Iniaguach, XVIII Mencey de
Daute; Mamiote, LIII Guañameñe de Tegueste; Aniakna, XXXI Maguada de Taoro;
Taghoter, XIII Achimencey de Icode. En lo más profundo de aquel tubo volcánico
todos ellos yacerían junto a él.
Ya habían
retirado el muro de piedra seca que tapiaba la entrada de la necrópolis.
Colocaron un tablón de tea en el suelo, apoyando uno de sus extremos
sobre la pared, dándole cierta inclinación. Dispusieron varias esteras de junco
sobre el tablón, superpuestas unas sobre otras.
Colocaron la
mortaja con la cabeza en la parte más elevada, así Tigotán siempre podría
reconocerlo con facilidad. A la derecha de Benuatach yacía Mamiote y
en la izquierda Taghoter.
Colocaron el
banot15 y el tezeze16 de Benuatach sobre el
sarcófago de pieles y estamparon, utilizando una mezcla de almagre, grasa
animal y sangre de drago, la superficie de las pieles con el dibujo poliédrico
de un sello de cerámica. Ese dibujo representaba la firma del difunto y a la
vez el nombre de su clan.
Tapiaron de nuevo
la entrada y depositaron, profusamente, una mezcla de leche de cabra, agua salada
y miel de palma en una gran cazoleta tallada en la roca, junto a la entrada de
la cueva.
El líquido
comenzó a discurrir, fluyendo por un entramado de pequeños canales que
conectaban la cazoleta principal con otras secundarias y menores. Lo realmente
curioso era que en su discurrir, el blanco fluido describía en la roca la
constelación de Draco, el dragón custodio de las manzanas doradas de las
Hespérides.
La cazoleta
principal representaba a Etamin. Recorriendo una a una, las estrellas de la
constelación, hasta arribar a la última cazoleta, Gianfar. Esta última
cazoleta, ya en el extremo del acantilado, vertía el líquido al vacío. Se
derramaba cayendo al mar, conectando así, los tres elementos. Aire, tierra y
agua unidos.
Las mujeres allí
reunidas, contemplaron largo rato el goteo, ya agonizante, con la luz del
amanecer. Un intenso color anaranjado se apoderó del ambiente.
Ya Benuatach se
había reunido con Tigotán, ya Magec lo iluminaba en lo alto. Ya se podía
proclamar un nuevo Mencey de Adexe.
Aniagua, una vez
más, había mediado entre los vivos y los muertos. Los pobladores de Achinech
podían descansar nuevamente, al menos hasta el próximo reclamo de
Tigotán.
Ella encaminó sus
pasos hacía las cuevas de Tamaymo, haciendo perdurar la soledad sagrada y
ancestral de las maguadas un poco más.
Pasos ancianos,
pausados, pacientes. Pasos llenos de sabiduría, que desgranaban, uno a uno, los
secretos de la vida y los designios de la muerte.
Glosario
Maguadas1: En la cultura aborigen de la isla de Gran Canaria se
denominaba así a las sacerdotisas.
Magec2:
En las culturas aborígenes de la islas de Tenerife y Gran Canaria se denominaba
de esta manera al sol, que poseía carácter de deidad. Siendo uno de los
elementos más importantes de su cosmogonía.
Mencey3:
Rey o jefe supremo del pueblo guanche (pueblo aborigen de la isla de Tenerife).
Achinech4:
Nombre por el que conocían, los aborígenes de la isla, a Tenerife.
Tigotán5:
Deidad de los aborígenes de La Palma. Representaba el cielo.
Siso6:
Anciano, sabio.
Guañameñe7:
En la cultura aborigen de Tenerife, chamán o sacerdote.
Menceyato8:
Territorio gobernado por un Mencey. En ocasiones una porción de isla o toda la
isla.
Trasquilados9:
Nombre que asignaron los conquistadores castellanos a los individuos aborígenes
de clase social baja, sirvientes y trabajadores de oficios impúdicos o
indeseables. Se caracterizaban por llevar el pelo muy corto.
Guanche10:
Nombre del pueblo aborigen de Tenerife. De manera errónea se extendió el término
para hacer referencia a cualquier aborigen de Canarias.
Achicagnas11:
Diablos o demonios encarnados en perros negros y lanudos.
Almogarén12:
Lugar sagrado de los aborígenes canarios. Epicentro de rituales y ofrendas a
sus deidades.
Guayax echey, ofiac nasathé sahana. Agoñe Yacoron Yñatzaheñe Chacoñamet. Xay Kutanah13: Según José de Viana,
juramento que realizaban los aborígenes de Tenerife a sus muertos.
Chichiquitzos14:
Término utilizado por los aborígenes de Tenerife para referir a los jefes o
capitanes de los ejércitos.
Banot15: Palo
o vara de madera con un extremo redondeado y endurecido al fuego. Utilizado
como vara de mando o maza.
Tezeze16: Palo
o vara larga de madera, normalmente de acebuche, que utilizaban a modo de
pértiga los aborígenes de Tenerife para desplazarse y salvar saltando con
facilidad desniveles por riscos y barrancos.
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