EL SUEÑO DE MINERVA

Aquel era un verano tórrido, se alternaban días de abrasadora calma chicha con jornadas sofocantes de calima y viento del sur. La canícula reinante hacía que Minerva se sintiera agotada, para ser más concretos, se sentía exhausta
Ella no sabía muy bien si se debía a su exigente puesto de trabajo, a la batalla que libraba en el interior de su cabeza, al calor reinante o a la suma de todo ello. 
Aquella tarde se había propuesto tomar una siesta, misión imposible con el abrasador ambiente que flotaba en el aire, que obligaba a su cuerpo a transpirar sin cesar. Las sábanas, húmedas y pegajosas, se adherían a su piel y la sensación de agobio la incomodaba, mejor dicho, la irritaba sobremanera. Girándose en la cama en busca de algún rincón seco de su cama observó a través de la puerta de la terraza. 
Las laderas repletas de construcciones, todos aquellos complejos de apartamentos y hoteles que se agolpaban al otro lado del barranco, conformaban una panorámica que también la irritaba. El ambiente de turismo resabido y rancio que dominaba en la isla le parecía decadente. Un mensaje implícito le llegaba con aquella imagen, el deseo implacable de encontrar la manera de abandonar aquella vida. 
Las cortinas de lino empezaron a contonearse con el impulso de la leve brisa que llegaba desde el océano. Minerva se incorporó lentamente, secándose con los dedos las gotas de sudor agolpadas sobre sus mejillas y, con cadenciosos pasos, se acercó hasta la puerta de corredera, la terminó de abrir y salió a la terraza. 
Con los brazos apoyados en el murete de ladrillo y sumida en sus pensamientos notó como un escalofrío le recorría el cuerpo erizándole la piel. Cerró los ojos y casi sin quererlo, de manera instantánea, se dio cuenta de que lo estaba haciendo de nuevo, estaba recordando a Elisabetta
Se percató no por un pensamiento concreto, ni por una imagen evocada. No, no fue nada de eso. Fue el elocuente gesto automático, del pulgar de su mano derecha haciendo girar el anillo en su dedo anular. El mismo anillo que su amada le regalo en Preikestolen, el día que le pidió que se casara con ella. Por eso sabía que evocaba a su amada. 
En silencio, mirando su mano maldijo anillo y maldijo su destino. Cuando detuvo el automatismo ya era demasiado tarde, ya tenía de nuevo en la mente los momentos que sirvieron de preludio a la desaparición de Elisabetta
La tarde anterior a su desaparición Elisabetta había sido muy insistente con la idea de levantarse temprano al día siguiente para salir juntas a entrenar. Quería repetir el sendero que conectaba Punta del Hidalgo con Chinamada para luego continuar ascendiendo hasta Pico del Inglés y de allí descender por la presa de Tahodio hasta la ciudad. A Minerva no le apetecía demasiado, estaba un poco cansada de tanto correr por los riscos. Le hubiese gustado otro tipo de propuesta para un sábado por la mañana, como por ejemplo, quedarse entre las sabanas saboreando el sexo de Elisabetta, pero aceptó con algo de desgana. Al fin y al cabo lo que más le gustaba era compartir el tiempo con ella. 
Salieron temprano con la intención de ir a ritmo cochinero, sin darse mucha caña. Sin embargo, cuando apenas habían pasado San Juanito ya Eli había comenzado a subir el ritmo y Minerva comenzaba a maldecir su estampa. Eli y su afán por competir y demostrar, repetía una vocecilla en la cabeza de Minerva mientras su respiración se aceleraba por el esfuerzo de mantener el ritmo. Minerva mantuvo el reto de seguir el paso de Eli hasta el mirador de Dos Hermanos, llegado a ese punto optó por desconectar, ir a su ritmo. Que le den a Elisabetta y a su competitividad sin sentido, se dijo a misma. 
Cuando llegó a la plazoleta de Chinamada no había ni rastro de Eli. El caserío parecía un pueblo fantasma, no había rastro de nadie. El silencio se rompió con un suave murmullo que transportaba el aire:  
"Minervaaaaaaa, Minervaaaaa". 
Empezó a trotar de nuevo siguiendo el sendero que ascendía por la ladera, seguía sin atisbar a Elisabetta. Mientras el susurro y la sensación de extraña soledad la seguían acompañando. Cuando llegó al enlace del camino de Las Hiedras, justo antes de bajar al naciente le pareció ver a Elisabetta perderse entre la vegetación. Apretó el paso. Ya en Las Hiedras, apareció una repentina y espesa niebla. Parecía oír los pasos del trote de Elisabetta por delante de ella. 
Comenzó a invadirla una ansiedad extraña, sin ninguna razón aparente. En uno de los recodos del camino la niebla empezó a desvanecerse empujada por un extraño torbellino y de repente Minerva se paró en seco. Se quedó petrificada, un cuerpo pendía colgado del cuello con una gruesa soga a su alrededor. Reconocía aquellos contornos, los colores de la ropa. 
"Dios Santo" - gritó espeluznada -. 
Era Elisabetta
Se aproximó lo más rápido posible, y cogiendo las piernas de su amada la alzó para reducir la presión sobre su cuello. Elisabetta estaba fría y rígida, parecía que llevará allí toda la noche colgada. Minerva no entendía nada. 
¿Cómo era posible? - se preguntó -. 
Sin soltar el cuerpo de su amada Minerva comenzó a gritar pidiendo ayuda. "Ayudaaaaaa, ayudaaaaaaa, ayudaaaa". 
Los gritos comenzaron a ahogarse en una afonía repentina que comenzó a asfixiarla, no podía respirar. Temía perder las fuerzas y soltar a Elisabetta, estaba aterrada. Entonces, el cuerpo de Eli comenzó a deshacerse entre sus brazos, entró en pánico. 
"No, Eli, no, no, no..." 
Elisabetta se esfumó lentamente entre sus brazos y ella no pudo hacer nada. Ella se quedó mirando sus manos vacías sin poder reaccionar. 
Comenzó a sonar un despertador con el típico sonido de un teléfono antiguo. Minerva miraba a su alrededor intentando averiguar de donde procedía el sonido, la melodía se intensificaba por momentos. Mientras, Minerva comenzó a sentirse mareada y cerró los ojos, como si fueran vencidos por el más profundo de los sueños. Minerva despertó de repente. Desorientada y deslumbrada por la luz se revolvió, a tientas, hasta que se percató que estaba en su cama. Estaba confundida, intentó ubicarse. 
 Entonces despertó. 
 Sentada en su cama comenzó a recordar su sueño, no daba crédito al desatino que le había servido su subconsciente durante la noche. 
¿Qué significaba aquel sueño?. 
¿Quién era Elisabetta?. 
Se incorporó y fue hacia el baño. La ducha fría la despejó y la hizo poner los pies en la tierra. Preparó café y unas tostadas. ¡Madre mía! Estoy fatal. Ya sueño hasta con novias, será mejor que me busque un maromo que me quite las telarañas, se dijo a sí misma, mientras rebañaba la última tostada. 
Salió de casa y entró en el ascensor. 
Garaje - se escuchó por el altavoz -. 
Con la mente aún en el sin sentido de sus sueños salió precipitadamente del ascensor y se dio de bruces con alguien que entraba en el ascensor a trompicones. Rodó por los suelos todo lo que ambas llevaban en las manos. 
Lo siento, lo siento - dijo la otra persona - Discúlpame, hoy no es mi día - replicó Minerva -. 
Estando aún en cuclillas recogiendo sus pertenencias cuando se miraron mutuamente. 
La otra mujer le ofrecía una cálida sonrisa, parecía que se había detenido el tiempo. Entonces, justo cuándo Minerva empezó a notar un escalofrío muy agradable por el cuerpo, la otra mujer extendió la mano y le dijo;
Por cierto, me llamo Elisabetta.  

                                                                                              ISIDRO M. SOSA RAMOS



Comentarios

Entradas populares de este blog

EL BANCO DE LA MAR INFINITA

GAIA

NO HAY EROS PARA EL AMOR ANÓNIMO