UN LUGAR LLAMADO MACEDONIA DE HISTORIAS

El regidor del programa realizó la cuenta atrás;

Entramos en directo en … Cinco, cuatro, tres, dos, uno, …

¡Tras la obligada pausa publicitaria, aquí estamos de nuevo. Soy Robert Wendy y esto es La Leonera!

Hemos dejado para el final de nuestra entrevista de hoy la pregunta que todo el mundo se hace, la incógnita de saber cómo se define, acaso como se identifica a sí mismo nuestro invitado.

Señor Adewajeni, ¿Cómo se define a sí mismo, el recientemente proclamado por la prestigiosa revista Successfull & Achievers, “la persona más feliz del planeta”?

Estimado Robert, esa es una pregunta que me resulta complejo responder. Si me lo permites, y disponemos del tiempo necesario, te relataré un pasaje de mi vida para poder ubicar a los televidentes y hacer más amena mi respuesta.

¡Claro, claro, estamos expectantes!, somos todo oídos.

Después de una leve pausa y una respiración larga y queda, Makik Adewajeni miró fijamente a la cámara que mantenía el piloto rojo encendido y comenzó a narrar directamente al telespectador, como si estuviera hablando cara a cara con cada uno de los televidentes.

Aquella noche no pude dormir en el cajero automático que había frente al supermercado, como de costumbre se me adelantaron Jacinto Malahostia y sus perros. 

No me quedó otra alternativa que llevar mis huesos hasta el puente de Galcerán, donde siempre había la posibilidad de encontrar hueco en la infinidad de covachas de la vaguada. No era el lugar más seguro para pasar la noche, pues ya había tenido algún encuentro con uno de esos sádicos que buscan chiquillos jóvenes para complacer sus asquerosas tendencias sexuales, pero la experiencia curte y da arrestos con los que timonear esos trances.

Estaba ya medio traspuesto, por eso, cuando el Señor Priedrahita hizo por primera vez su aparición, todo lo que recibió por saludo fue la aguda punta de mi punzón ante sus ojos. Dado el beligerante recibimiento, retrocedió varios pasos mostrando sus manos en alto como diciendo, “vengo en son de paz”. Entonces me dijo;

Buenas noches, me llamo Gerardo Piedrahita. No era mi intención soliviantarte, solo quería dejarte este termo y mi tarjeta. Si quieres puedes pasarte un día por “Macedonia de Historias” y hablamos. En el termo hay algo de sopa caliente, por si te apetece entrar en calor. Buenas noches.

Verá, yo había oído hablar antes de Macedonia de Historias, era una especie de casa de acogida para gente sin hogar, gente como yo. 

Cuando uno transita la calle, cuando tiene la calle como hogar, uno termina haciendo hermandad con sus semejantes, se genera una sociedad de iguales dentro de una sociedad de distintos. 

Sí, exacto, la sociedad de los sintecho. Excluyendo a los tipos gruñones e iracundos como Jacinto Malahostia, la mayoría de los “sintecho” suelen ser buena gente. Sí, con sus taras, fobias, manías, anhelos y esperanzas, exactamente igual que los contecho. No me lo tome a mal, pero no se vaya usted a creer que por dormir todas las noches en el mismo sitio y tener esa falsa sensación de estar a salvo entre cuatro paredes, en lo que consideran su hogar, cambia mucho la condición humana.

Como sabrán, los “sintecho” solemos tener ciertos puntos de encuentro durante el día, y en las noches siempre es mejor dormir arrimado a alguien conocido, la noche puede ser muy perra. Por ese motivo, conocía de oídas Macedonia de Historias. 

Sin embargo, siendo un sin hogar más, habiendo estado en centros de menores inmigrantes, conociendo algo las buenas intenciones de las ONG y sabiendo a ciencia cierta que la sociedad europea nos considera un estorbo, desde que llegué a Europa yo siempre había preferido ir a mi aire. No me gustaban esos rollos institucionales y por eso a primera instancia nunca había considerado Macedonia de Historias como una opción para mí. Tiempo después descubrí que el proyecto de Piedrahita era una iniciativa meramente personal, sin aceptar ayuda de las administraciones, sin someterse al yugo de las subvenciones, ni la caridad. Macedonia de Historias era otra cosa, era el proyecto personal de Don Gerardo. Permítame que le siga contando.

Tomé la tarjeta y la guardé sin entusiasmo entre mi matalotaje, me reacomodé y abrí el termo. Tengo que reconocer que la sopa de pollo estaba deliciosa y me repuso de la humedad del suelo.

A la mañana siguiente me acerqué a las chabolas de Los Lavaderos, no era un lugar de lo más apropiado para un muchacho imberbe como yo, pero la necesidad apremiaba. Desde hacía tres largos años la ciudad estaba sumida en una profunda recesión y en la calle nadie te daba ni “los buenos días”, así que estando la situación peliaguda como estaba, hacerme con un poco del costo de Ibrahim “El Torcido” me daría la opción de sacarme unos cuartos. Lo sé, aquellos trapicheos me dieron tantos respiros como problemas, pero lo había hecho un sinfín de ocasiones, así qué una más o menos no modificarían en demasía mis pecados.

Ibrahim no era mucho mayor que yo, tendría a lo sumo quince o dieciséis años. Nos habíamos conocido en el Centro de Acogida Inmediata de Menores Inmigrantes, así llamaban a aquel lugar que no era más que una forma de mantenernos vigilados y bajo control. Como ni a él ni a mí nos inspiraba la menor de las confianzas, nos fugamos el mismo día, y desde entonces tenemos cierta simpatía mutua, ya sabe, la justa y necesaria si me permite matizar, pues en la calle todo es susceptible de cambio inminente.

Durante el negocio le pregunté a Ibrahim por Piedrahita y su Macedonia. Por la información que manejaba Ibrahim era un tío legal. Había sido médico de distintas organizaciones no gubernamentales, de esos que van por el mundo creyendo que van a cambiar la naturaleza humana con sus buenas intenciones.

Cuando se jubiló tomó la iniciativa de compartir su casa con desplazados, marginados, inmigrantes ilegales y vagabundos. Acogía en su casa solo a los que podía dar cobijo decente, eso sí, siempre que te comprometieras a cumplir las siguientes condiciones; 

Colaborar en las tareas cotidianas de la casa, no robar, no drogas, no violencia. Por eso, la mayoría de los que pasaban por allí terminaban regresando a la calle, uno está hecho a lo que está hecho y la calle es bastante anárquica. Además, cada día preparaba, con la ayuda de los residentes, comida que repartía en termos por las calles de la ciudad al atardecer, y de ahí nuestro primer encuentro.

Me despedí de Ibrahim y dediqué la mañana a colocar el costo en el mercado del menudeo. No obstante, el encuentro con Piedrahita no se me iba de la cabeza. Por algún motivo decidí acercarme hasta su casa, usted me entiende, echar un vistazo, alimentar la curiosidad.

Macedonia de Historias era una casa de dos plantas, pintada de color granate. Estaba ubicada en el número cuarenta y tres de la calle Benavides, en el barrio de Salamanca, un barrio humilde, de currelas. Parecía una casa más, nada de letreros ni tablones de anuncios en la entrada. Lo único que podía llamar la atención era la música que provenía de su interior, música de piano en un barrio obrero, aquello no era corriente. 

A través de los tres grandes ventanales de su fachada se apreciaba, a la izquierda junto a la entrada un salón diáfano y en el otro extremo de la fachada, una cocina en la que dos personas se movían entre los fogones y el fregadero.

Aunque tuve la tentación de entrar, aquel día seguí de largo. Ya sabe, por aquel entonces yo iba por libre. Yo seguí con mis peripecias callejeras, de esa manera, Piedrahita y su Macedonia se desvanecieron temporalmente de mis pensamientos.

Todo cambio el día que me tope con Los Flechas Doradas. La primavera ya tocaba a su fin y era agradable dormir cerca del mar, así que  aquella noche opté por pasarla en la playa del Rincón. Estaba detrás de la escollera que ponía fin a la playa Grande, en ella se reunían al atardecer grupos de adolescentes que solían reunirse para tocar la guitarra y beber. Sin embargo, después de la medianoche arreciaba la marea, la concurrencia se trasladaba a zonas más protegidas de la playa y se podía tener cierta tranquilidad.

Los Flechas Doradas eran un grupo de pijos descerebrados que imitaban a los neonazis aunque carecían de toda ideología, simplemente iban en manada asustando a desprevenidos, románticas parejas y a los despojados de la sociedad. A priori, nada serio y más ruido que nueces. Sin embargo, yo tuve la mala suerte de tropezarme con ellos la noche siguiente a que recibieran un severo correctivo por parte de una de las muchas bandas de argelinos que pululaban por la ciudad. Aquella noche buscaban desquitarse de la afrenta, y yo, sin quererlo, me puse en su camino.

Para no aburrirle con mis penas, resumiré. Aunque yo solía ser cauto y mantener siempre un ojo avizor, aquella noche, me siguieron sin que yo me percatara. Lo demás es fácil de intuir, me acorralaron entre los tetrápodos de hormigón de la escollera y me dieron una soberana paliza. No sé cuánto tiempo duró, perdí el conocimiento con uno de los golpes, parece que se dieron por satisfechos antes de terminar de reventarme. Cuando recobré el sentido me arrastré como pude hasta la Playa Grande y caí desmadejado ante una pareja que intentaba pasar una romántica noche de playa.

La linterna de uno de los técnicos de emergencias que me atendía a pie de playa me empujó a recobrar la conciencia. Me dolía todo y tenía serias dificultades parar respirar. Cuando el enfermero se percató de que era un sintecho se incorporó y le dijo algo al conductor de la ambulancia. Yo me temí lo peor, probablemente llamaría a la policía y terminaría de nuevo en el centro de internamiento, sin embargo, quien apareció a los quince minutos fue Don Gerardo. Así comenzó mi relación con Piedrahita y con Macedonia de Historias. Me subieron a la ambulancia y en lugar de llevarme al Hospital Universitario me trasladaron directamente a la casa de Don Gerardo.

Pasé las dos semanas siguientes en cama, con unas cuantas costillas rotas, neumotórax y lleno de hematomas. Se encargaba de mis cuidados Mariela “La Rizos”. Mariela realmente se llamaba Juan Manuel. Ella era, y se consideraba, un hombre, pero si le preguntabas no se consideraba ni travesti, ni transgénero. Simplemente se sentía bien comportándose como si fuera una mujer. Yo solo puedo decir que se encargó de mis cuidados de forma atenta y educada, una gran persona.

Mariela vivía en Macedonia de Historias junto al “resto de frutas”. Lo digo sin ninguna acritud ni desprecio, si alguien observaba a los variopintos residentes de aquella casa entendería con facilidad el origen de su nombre.

Aparte de las breves conversaciones sobre mi estado, no tuve una conversación propiamente dicha con Piedrahita hasta pasada una semana. Esperó a que yo fuera capaz de caminar y valerme medianamente por mí mismo para así garantizarse que yo fuera capaz de elegir quedarme, si aceptaba las condiciones de la casa o marchar libremente, sin reproches. 

De buena mañana, Don Gerardo se presentó en la habitación que yo compartía con Mariela y la abuela Sonsoles.

Buenos días. Makik, me gustaría hablar contigo, ¿me acompañas?

Accedimos cruzando la cocina hasta el patio interior de la casa y nos sentamos a la sombra.

Verás Makik, desde la primera vez que te vi, y eso fue al poco de tú fugarte del centro de inmigrantes, pensé en acercarme a hablar contigo. A pesar de tu tendencia a relacionarte con el trapicheo de drogas y de tu carácter solitario, siempre percibí que eras un buen chico, bueno, un pibe con buen fondo pero con malas costumbres y peor suerte. Por eso tomé la decisión hace unas semanas de acercarme a ti, aunque me mostré algo torpe en nuestro primer encuentro. Al día siguiente te dejaste caer por aquí, lo que denotó tu curiosidad. Desde entonces te he observado en la distancia, siguiendo tus pasos y costumbres. Sé que suena un poco raro y que no soy nadie para espiarte, pero me avalan mis buenas intenciones o, al menos, eso quiero creer. Cuando los chicos de emergencias me avisaron de tu percance decidí que había llegado el momento de tomar la iniciativa. Por eso estás aquí. Ahora que ya estás casi recuperado es el momento de que tomes decisiones.

Con mi escaso, pero más que entrenado, discurso defensivo le contesté;

Don Gerardo, le agradezco sinceramente las molestias que se ha tomado conmigo, pero yo no estoy hecho para esto. Yo voy por libre.

Mira chaval, a mí no me vengas con chorradas. Tienes no más de catorce años, llevas aquí año y medio, estás más solo que la una y el futuro que te espera, de seguir con tu autocomplacencia y necedad, es bastante oscuro. Yo te ofrezco un hogar, algo excéntrico y poco usual, pero un hogar para las personas que aquí vivimos – me replicó Piedrahita – 

Por algún motivo fui capaz de controlar mi lengua y guardar silencio, ahorrándonos a ambos un trance poco honroso, y evitando la ristra de exabruptos que querían apoderarse de mí. Cuando me calmé pudiendo hablar sin faltar y faltarme al respeto, aunque aún desconfiado, pregunté;

Y eso que me ofrece, ¿a qué se debe y que me va a costar?

Quería convencerte sin entrar en detalles, pero ya veo que aún no te fías de mis buenas intenciones. Si te parece, te contaré una historia para explicarte mis motivaciones. 

Yo nací en una familia acomodada, mi padre era un afamado cirujano y mi madre era la heredera de un empresario de Barcelona. Teníamos una buena vida, disfrutábamos de los viajes por Europa, yo recibía clases de piano y tenis, podía estudiar con todas las comodidades y parecía tener el futuro asegurado. Bien continuando la saga familiar de médicos o asumiendo algún puesto en la empresa textil familiar, y así poder hacerme cargo de ella en el futuro. 

Parecía que todo estaba escrito cuando llegó la Guerra Civil. Aquello lo cambió todo en el curso de tres o cuatro años. Mis padres eran abiertamente republicanos y nacionalistas. A medida que los alzados iban apoderándose del país crecía el desasosiego en la familia. A principios del treinta y nueve, y en el transcurso de pocas semanas, tuvimos que dejarlo todo y exiliarnos en el sur de Francia. Alejados del resto de la familia, iniciamos un nuevo camino. A diferencia de la mayoría de los exiliados y gracias a los contactos de mi abuelo en Francia, nosotros no tuvimos que pasar por los campos de internamiento.

Cuando parecía que la esperanza regresaba se desató la II Guerra Mundial, Alemania invadió Francia y se desató la desolación. Mis padres fueron ejecutados delante de mí y yo, con apenas quince años, terminé encerrado en el campo de internamiento de Drancy. Aún hoy desconozco los motivos, yo solo era un muchacho sin ideales políticos.

De allí me trasladaron a Struthof – Natzweiler, donde pude apreciar la ignominia y crueldad del ser humano. Allí se ejecutaba, torturaba y experimentaba con las personas, aunque estábamos desposeídos de serlo. Simplemente éramos escoria para nuestros carceleros. Pasé allí casi cuatro años, sobreviví de milagro. Era un saco de huesos cuando los aliados nos liberaron.

Tarde varios años en volver a sentirme una persona, y muchos más en sobreponerme a mis fantasmas.

Con mucho esfuerzo, y completamente solo, conseguí iniciar mis estudios de medicina en Marsella, asistiendo a la Universidad durante el día y trabajando en el puerto durante la noche. Antes de finalizar mis estudios me enrolé en la Armada Francesa, me trasladé a Córcega y después a Argelia. Serví como sanitario y, posteriormente, como ayudante de cirujano de campaña. En aquella época viví de nuevo un sinfín de atrocidades. Cuando pude, me licencié. Decidí terminar mis estudios de medicina. Después, dediqué mi vida y mi carrera a ayudar a la gente que de verdad lo necesitaba, trabajando para las Naciones Unidas y posteriormente para ACNUR. Durante muchos años trabajé y viví en África, Asia y Centroamérica. Siempre cerca de los desfavorecidos.

Cuando la edad y fuerza de mi espíritu no toleraban contemplar más sufrimiento, aproveché el retorno de la democracia a este país para regresar. Y desde entonces, intento ayudar a quien lo necesita, aquí, en mi casa.

Comprenderás que con lo que he vivido puedo entender tu situación, esa es la motivación fundamental para ayudarte.

En cuanto al precio a pagar, es sencillo. Estudiaras y trabajaras en la medida que te lo permitan los estudios. Respetaras unas normas básicas de convivencia y colaboraras en las tareas de la casa. Cuando tengas ingresos propios, donarás el diez por ciento de tus ingresos para costear los gastos, nadie comprobará tus cuentas, tú y tu conciencia asumirán la responsabilidad y el compromiso. Para terminar, cuando seas capaz de costearte una casa propia dejaras tu plaza libre para alguien que la necesite realmente. Si en algún momento decides abandonar, nadie te lo impedirá y nadie te reprochará nada. Eso es todo.

No supe que decir, en cierta medida me había conmovido su historia, pero no terminaba de creerme que yo recibiría ayuda solo por el hecho de que alguien entendía que me lo merecía. La vida me había enseñado a desconfiar.

No sin recelo, acepté, siempre tenía la opción de escapar de nuevo.

Transcurrieron las semanas, y yo me fui integrando poco a poco en la dinámica cotidiana de Macedonia de Historias, ya sabe, empecé a sentirme una “fruta” más de la ensalada. Para mi sorpresa, todo lo que me había propuesto Don Gerardo Piedrahita se iba cumpliendo.

Primero terminé mis estudios elementales y después estudié auxiliar de enfermería. Me propusieron trabajar en un centro geriátrico, pero decidí mantenerme al lado de Don Gerardo, asistiéndole en su consulta y atendiendo los menesteres de la casa.

Pasaron los años y se sucedieron las personas y las vivencias en la casa de la Macedonia. Yo fui adquiriendo experiencia y seguí estudiando, mientras Don Gerardo seguía envejeciendo.

Un buen día Don Gerardo Piedrahita no se levantó de la cama. A mí me extraño mucho no oírle trastear de buena mañana, me acerqué hasta su habitación y lo vi arrebujado en su colcha, mustio y gris. Parecía haber envejecido veinte años en una noche. Fue la primera vez que lloré desde que me separaron de mi madre.

Aún en aquel momento, tomándome de la mano y entornando una leve sonrisa, el anciano fue capaz de darme una nueva lección. Cogidos de la mano me dijo;

Makik, desahógate, tómate tu tiempo. Hasta aquí he llegado yo, pero tú tienes ahora el coraje y la posibilidad de ayudar a otros. No puedo exigirte que continúes mi labor, pero si puedo rogártelo. 

Esas fueron sus últimas palabras, a los dos días falleció en aquella misma cama, en su casa, en su Macedonia de Historias.

Tras su fallecimiento descubrí que me había nombrado su heredero legal. Eso me obligaba, aunque solo fuera moralmente, a mantener su legado. Así lo hice durante algunos años. 

Macedonia de Historias continuó dando acogida y futuro a muchas personas. Sin tener en cuenta su procedencia, creencia o tendencia, simplemente, era lo que tenía que ser y se hacía lo debido.

Le diré algo, y es una mera creencia. Considero que el Ser Humano tiene la necesidad básica y ancestral de buscar una identidad. De la existencia de esa necesidad innata deduzco que la identidad es algo preestablecido de manera natural, como un tipo de impronta. 

Es muy probable que ese sello biológico nos empuje a la creación de signos que nos permitan identificar a semejantes, a otras personas que se parezcan a nosotros en algún rasgo característico. Esa marca de reconocimiento puede buscarse en la apariencia física, piense en los rasgos de las razas; o en la forma de entender las creencias, lo remito a las religiones. En los procesos de organización de los territorios o de sus gentes tiene los conceptos de estado, nación, región o comarca. Si aterrizamos en el mundo de las influencias de los hábitos lúdicos, podemos observar las tendencias conductuales y estereotipias, solo por poner algún ejemplo, de moteros, surfers o rockeros.

Todas esas manifestaciones identitarias son una tendencia constante en los individuos y en los grupos. Es algo elemental y caracterológico no solo en el ser humano, es una constante en el mundo natural.

Pues bien, impulsado por esa impronta en algún momento de mi vida, en algún instante en el periodo en el que yo me debatía entre mantener lo que ya estaba instaurado en mi acervo identitario, representado por la necesidad, la soledad, mi instinto de supervivencia y mi adaptación a la calle, en algún momento, de manera totalmente inconsciente, detecté otra opción. Esa opción se materializó ante mí en Don Gerardo Piedrahita y en su ejemplo. Algo dentro de mí reconoció la señal y la tomé como propia.

Descubrí que ayudar podía ser un elemento caracterológico, una definición de la personalidad y la base elemental de mi identidad. Así ha sido desde entonces, eso es lo que soy y así me defino, alguien que intenta ayudar a alguien.

Entonces se hizo un silencio, sin vítores ni aplausos. Ni siquiera el presentador dijo nada. 

Comenzó a sonar Una Mattina, de Ludovico Einaudi. Al poco, surgieron los créditos de cierre del programa. 

Mientras, Makik mantenía la mirada fija en las pupilas de los telespectadores con la convicción de que en algún lugar había alguien dispuesto a tomar su desafío. Siguiendo las palabras que años atrás le dijo Don Gerardo Piedrahita a él, los ojos de Makik Adewajeni trasladaban el mensaje a los televidentes;

“Hasta aquí he llegado yo, pero tú tienes ahora el coraje y la posibilidad de ayudar a otros”.

                                                                                    ISIDRO M. SOSA RAMOS 

 

 

 

 

 


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