CAUSAS NECESARIAS, RAZONES SUFICIENTES (Parte I)
Se maldecía y según el parecer de su mente
atormentada, se maldecía con justificaciones sobradas. Desde su más temprana
pubertad había navegado por los bajos fondos de Nápoles, había seguido las más reprobables
morales, hermanándose con la vileza y convirtiéndose en un auténtico hijo de
mala madre.
Solo en sueños, de manera esquiva y fugaz,
conseguía rememorar su inocente infancia, aquella curiosidad transparente que
lo caracterizaba, su risueño carácter y su sonrisa perenne. Solo en sueños,
pues durante su vigilia todo era gris, vacuo y meritadamente desalmado.
Podía ver, dentro de su cabeza, toda la
sangre ajena derramada, todas y cada una de las caras de los muertos que
cargaba en su conciencia. Esa impresión mental lo carcomía por dentro, sin
redención posible, y esa clarividencia de haberse perdido a sí mismo le daba
aún mayor determinación en sus propósitos.
No conseguía apartar de su mente todas aquellas caras, aquellos rostros que lo perseguían en sus recuerdos. Suponía que era el precio que debían pagar los tipos como él. Suficientemente impasible para no temer por su vida, suficientemente desalmado para matar sin preguntar, suficientemente aguerrido para negarse a hacerlo cuando sabía que no era util y suficientemente canalla para traicionar hasta a su madre si el precio era bueno.
En circunstancias normales estaría
ahogando a todos aquellos rostros en alcohol, descargando el menosprecio que
sentía hacia sí mismo follando con furcias sin el menor sentimiento y consumiendo absenta
en burdeles de algún puerto argelino. Sin embargo, llevaba ya cuatro largos
meses de huida, justo desde el momento en que acuchilló al Sargento Liubille.
Dos cuchilladas sin aspavientos, dos
estocadas certeras y letales que acabaron por desangrarlo mientras los ojos del
Sargento se apagaban lentamente entre estertores inaudibles mientras le mantenía el cuerpo y la mirada mientras agonizaba aún con el cuchillo
enterrado en el centro del tórax.
Desde aquellos desafortunados
acontecimientos habían puesto precio a su cabeza. Digo desafortunados, pues
Portotarazzo no tenía nada contra su Sargento, es más, lo tenía por un hombre
justo y ponderado, pero había aparecido en el momento equivocado en
el lugar equivocado y eso, muy lamentablemente, le había costado la vida.
Sabía que hasta que no saliera de África
no estaría a salvo. Legionario desertor, legionario sentenciado a muerte. Todos
los legionarios lo sabían.
Semanas atrás, tras poner con presteza
pies en polvorosa, tuvo que saltar del tren de mercancías que lo
llevaba de forma clandestina a la frontera con Mauritania, justo antes de que
un control de la gendarmería ferroviaria diera con él y con su socio, Rudolf
von Aschlitz.
Desde entonces el plan fue claro,
encontrar a Meteora. Sin embargo, el encuentro con aquel grupo Tuareg lo
había complicado todo más aún. Tanto que del encuentro le costó la vida a amigo
Rudolf.
Un torrente de pensamientos lacerantes le
llegaban a la mente mientras caminaba bajo un sol de justicia, con la arena
churruscándolo desde los pies, asándolo a fuego lento como a un marrano.
Arrastrando la arena a su paso, rememoraba
las palabras de von Aschlitz, las palabras que le sirvieron de epílogo a su
vida.
Según los delirios de Rudolf von Aschlitz,
Meteora poseía una información vital para el Konrad-Adenauer-Stiftung. La
escasa y caótica información que von Aschlitz le contó en el fin de sus
delirios había acabado con la siguiente sentencia,
"Estimado amigo, Meteora está en
Argelia, intentando llegar a Marruecos. Si quieres tener opciones de regresar a
Europa, ese será tu as en la manga. Busca a Meteora en la Ruta de Algiers,
dirección Rabat".
Tras semanas de viaje y búsqueda, sabía
que su salvavidas estaba en aquel grupo que deambulaba camino de la frontera. La información que supuestamente poseía Meteora era el salvoconducto perfecto para
negociar a cambio de un visado diplomático en el Consulado Alemán de Rabat. Sin
embargo, había un detalle trascendental que aún desconocía y no era otro que la
identidad de Meteora. Hasta averiguarlo, estaba a merced de las circunstancias
y dejado de toda protección que no fuera su habilidad para matar y su instinto
para sobrevivir.
Estaban en algún lugar entre Sfissifa y Bouarfa, sin saber si seguían en Argelia o habían atravesado ya la frontera. No le gustaba la compañía, le repetía una y otra vez su instinto. Aun así, era preciso continuar junto a ellos hasta descubrir cuál de aquellos infelices era su salvoconducto a Marruecos. Viajaba desde hacía dos días con aquel pequeño grupo, esperando desenmascarar a su salvoconducto.
El grupo lo conformaban dos tipos de
intenciones muy dudosas, con mirada esquiva, que mantenían continuos cuchicheos
en alguna lengua balcánica. Una mujer, casi una muchacha, de buen talle aunque
algo flaca y ojos expresivos. Portaba en brazos una criatura que apenas
superaba el año y a su lado siempre iba un chico de mirada triste, cara llena
de barro y mocos, de figura escuálida y de unos seis o siete años. Cerraba el
grupo una anciana. Estaba tan arrugada y flaca que era imposible saber su edad.
No había hablado nada en aquellos dos días. Siempre iba diez o quince pasos por
detrás del grupo, cantando lo que parecía un lamento, profundo y plomizo.
Con un sol de justicia castigando sus
chamuscadas pieles el grupo se había detenido debajo de la escuálida sombra de un grupo acacias que salpicaban el perímetro del brocal de piedra seca de
la poza. Portotarazzo continuaba con la ardua tarea de izar agua desde el fondo
menguado del pozo, entonces, se acercó hasta él uno de los balcánicos.
Sé que estás buscando a Meteora, soy
Meteora – dijo Dragan Kulic –.
No hubo respuesta, con un movimiento
rápido e imprevisible, soltó la soga y desenvainó la bayoneta que llevaba al
cinto trinchando el costado derecho de Kulic mientras lo sujetaba contra él, rodeándole la cintura con su brazo. Los ojos de Kulic se fueron apagando
mientras escupía borbotones de sangre.
Cuando soltó el cuerpo del malogrado, su
partenaire corría duna arriba con cara desencajada y pasos trastabillados. Se
tomó unos segundos antes de comenzar a perseguirlo. Sabía que el miedo se
encargaría de agotar rápidamente los esfuerzos de aquel infeliz. Cuando media
hora más tarde le dio alcance no hubo tiempo más que para que le abriera el
gaznate.
De regreso, su sombra comenzaba a descender
la pendiente de la duna que daba al pozo mientras podía ver a la anciana sentada con la
espalda apoyada en el murete del pozo, con el mocoso cogido por los
pelos y un pequeño cuchillo de degollar gallinas en el pescuezo del chaval,
mientras la muchacha contemplaba aterrorizada la escena sin poder mediar
palabra mientras tapaba la cara del bebe.
Anciana, no quiero tener que arrancarte la
piel a tiras. Hazte el favor de soltar al muchacho - Espetó sin el menor
gesto de preocupación -
Yo soy Meteora - replicó la anciana con
tono sarcástico -
Carraspeaba entre pequeñas carcajadas la
vieja y no tuvo tiempo de percatarse como la bayoneta volaba para terminar
entrando por su boca desdentada.
Mientras el chiquillo se liberaba de las
manos retorcidas y salía como una exhalación para ir a empotrarse entre los pliegues
harapientos del traje de su protectora, Portotarazzo dio varios pasos para
acercarse hasta el cuerpo que había servido de diana a su cuchillo. Miró fríamente a la joven mujer, mientras sacaba de un tirón la bayoneta de la
cabeza de la vieja, dijo;
Bueno, ahora que estamos los cuatro solos
me vas a decir quien de vosotros tres es Meteora.
Los tres somos Meteora – respondió, con voz pausada, la mujer – Nos han usado como recipiente, portamos en nuestra sangre algún tipo de virus letal, y solo el bebé es el portador del antídoto.
Se aproximó lentamente al trio, manteniendo la mirada en los ojos de ella. Le sorprendía la entereza y aplomo de aquella joven mujer, a pesar de las circunstancias, no parecía asustada. Incluso le parecía ver cierto desafío en sus pupilas, eso le inquietaba sobremanera. Quizá fuera menos inofensiva de lo que parecía.
Cuando estuvo a escasamente un metro de ella, mientras extendía ambos brazos lentamente haciendo gestos con los dedos de ambas manos hacia si, le ordenó con voz quedada;
Anda, dame el crio, hagamos todo esto por las buenas. Así evitaremos daños innecesarios.
Ella, mientras aferraba al crio contra su pecho, se limitó a decir;
Ni lo sueñes.
Ambos reaccionaron al unísono, agarrando simultáneamente cada uno de los brazos del mocoso muchachillo mientras la cara despavorida del chico empezaba a emitir gritos y sus piernas a patalear, pero la fuerzas eran desiguales.
Portotarazzo solo tardó unos segundos en asir contra su cuerpo al mocoso, lo cogió por el cuello y lo levantó levemente del suelo hasta que quedó de puntillas.
Está bien, si así lo quieres lo haremos por las bravas. Primero degollaré a este llorón y después a ti.
Si ese es tu gran plan creo que aún no te has enterado de que va esto. Es más, me da la impresión de que no tienes ni idea de que es Meteora. Solo te diré que si degüellas a Ibrahím no duraras mucho vivo. En el momento en el que su sangre entre en contacto con el aire se activará el virus, que se trasmitirá por el aire rápidamente hasta tus alveolos y de ahí a tu sangre. De esa forma sentenciaras de la manera más estúpida tu propia vida.
Claro, claro – se burló él – Antes
dijiste que tú y el chico portaban el virus, ¿Por qué motivo iba a morir yo si
vosotros portáis el virus y seguís vivos?.
Ya veo que eres un tarugo y aparte
de no tener ni idea de que es Meteora tampoco tienes ni idea de virología. La
característica de ser portador de un virus y no enfermar ni presentar síntomas es que nosotros somos inmunes. O
mejor dicho, ya nos han inmunizado. Es la única manera de mantenernos de manera
efectiva como recipientes. Mantenernos vivos.
A pesar de que hizo todo lo
posible por no aparentarlo, Portotarazzo se quedó totalmente desconcertado durante
unos segundos. Tiempo que aprovechó Sidonie, sí, así se llamaba ella, para
extender su mano y asir la del chiquillo.
Sin quererlo, y aún sumido en
sus frustradas elucubraciones, Portotarazzo lo dejó libre.
Sidonie calmaba a Ibrahim y se
recomponía a sí misma. Mientras, en sus brazos se revolvía de hambre la pequeña
Aloé. Cuando convenció a Ibrahim de que estaban a salvo buscó con pasos lentos
el tronco de una de las acacias y se sentó a su sombra para darle de mamar a
Aloé.
A pesar de la rudeza y
violencia que aún corría por su sangre, Portotarazzo entendió que era el
momento de calmarse y de atender a aquellas criaturas desvalidas, al menos por
la cuenta que le traía. Asintió con los ojos, los mismos que seguían vigilando
de soslayo los movimientos del grupo y del entorno, y retomó su tarea de izar
el agua que tanto necesitaban todos.
El agua era terrosa, con un
intenso sabor a herrumbre, pero cayó en
sus gaznates como si fuera clara lluvia primaveral. Aplacada la necesidad se fueron
acomodando entre los recovecos de sombras. Portotarazzo, a cierta
distancia, observando sin reparo como Aloé seguía mamando del pecho de Sidonie.
¿Cuántos años tiene tu hijo? –
preguntó
–
No es mio y no es un niño.
No pudo ocultar su rubor y torpeza, hecho que Sidonie detectó en su mirada huidiza. Pensando en que decir a continuación había creado un lapso de silencio que le parecía infinito, incomodo, que denotó aún más su desconcierto.
Sidonie enmarcó una leve
sonrisa, sin saber si era de burla o de cierta condescendencia.
Si no es tuyo, ¿cómo es que le
puedes dar de mamar?, ¿acaso tienes otro?, ¿acaso lo tuviste? – preguntó –
No. Nunca he sido madre, no
aún. Aloé me fue asignada. Soy su nodriza, su protectora. ¿Cómo le puedo dar de
mamar?. Bueno, te podría explicar los efectos de las hormonas y los
medicamentos que me han suministrado, pero creo adivinar que tampoco tienes ni
idea de fisiología de la lactancia. Simplemente puedo hacerlo. Por cierto, me
llamo Sidonie. ¿Cuál es tu nombre?
Antes de que tuviera tiempo de contestar, Ibrahim olvidándose del miedo que le generaba
aquel hombre e impulsado por el hambre que le acuciaba, dio un respingo, rodeo
al brocal y se acercó hasta donde yacía el cuerpo de la vieja. Los dos adultos
lo siguieron con la mirada. Se acuclilló junto al cadáver y comenzó a rebuscar
lentamente entre los arretrancos que llevaba, sin quitarle el ojo a la
desencajada boca del vejestorio.
Sidonie devolvió los ojos al
rostro de él;
Es sorprendente como ciertos
instintos pueden aplacar o al menos dominar a otros, ¿verdad?.
Sidonie hizo una pequeña pausa
y luego preguntó;
¿Me ibas a decir tu nombre?,
¿no?.
El recordaba el nombre de ella,
para bien o para mal recordaba todos los nombres y todas las caras de
quienes se cruzaban en su camino. Días atrás, cuando se conformó el grupo y
alguien le preguntó su nombre él se había limitado a contestar con malas
maneras;
¡Soy nadie!
Dudó unos instantes, no
estaba seguro si era conveniente decir su verdadero nombre, hasta aquel
momento, y durante el tiempo que llevaba con el grupo, para Sidonie era
simplemente el legionario. Él no había dicho en ningún momento que lo fuera,
pero sus formas, su bayoneta y sus tatuajes lo delataban. Al menos a los ojos
de Sidonie.
Desviando de
nuevo la vista, observando como la cara de Ibrahim enmarcaba una sonrisa
mientras encontraba algo de comida reseca en el escaso equipaje de
la vieja, escupió al suelo y dijo;
Cabo Legionario Celio
Portotarazzo. Ese es mi nombre.
¿Y qué te empujó a unirte a
nuestro grupo en Ain Ben Khelil?, ¿cómo conocías la existencia de Meteora?, ¿de
qué huyes? – preguntó Sidonie –.
Aquella situación comenzaba a
incomodar a Portotarazzo. Él era un hombre de mucha acción y pocas palabras, no
le gustaban los interrogatorios. Ni hacerlos, ni estar sometidos a ellos. Sin
embargo, era del todo consciente de que aquella mujer sabía cómo manejarla
situación, que lo llevaba a su terreno. En absoluto era la joven desvalida que
había aparentado ser desde que se encontraron por primera vez.
Sidomie podía leer en la cara del
soldado tanto la incomodidad como el desconcierto que ella le generaba. Sabía que
él desconocía lo que buscaba, sabía que sus motivaciones no eran más que la
mera supervivencia. Sabía que estaba dando palos de ciego y que actuaba sin un
plan establecido, simplemente reaccionaba a las circunstancias. Y para tantear
un poco más sus certidumbres se atrevió a afirmar;
Cabo Legionario Portotarazzo,
esto te viene demasiado. No sabíass ni lo que buscabas, no sabes que debes hacer
ahora con el tesoro que te has encontrado. Será mejor que sigas tu camino,
nosotros sabemos lo que tenemos que hacer. Si lo que buscas es, simplemente,
llegar a la frontera con Marruecos yo te puedo indicar el camino.
Comentarios
Publicar un comentario